Una noche en la amazonia
Aunque tiene fobia a las serpientes, nuestro reportero se arma de valor para hacer una caminata nocturna en la selva. La noche cae rápidamente en la selva amazónica. Llevo unos minutos surcando un...
Aunque tiene fobia a las serpientes, nuestro reportero se arma de valor para hacer una caminata nocturna en la selva.
La noche cae rápidamente en la selva amazónica. Llevo unos minutos surcando un río de aguas poco profundas de color café a bordo de una piragua, disfrutando de una hermosa puesta de sol que pinta el follaje con una radiante explosión de púrpuras, carmesíes y dorados. Los murciélagos pescadores, una de las 950 especies de quirópteros que viven en la Amazonia, vuelan como rayos por encima de mi cabeza y se abalanzan sobre el río al estilo de las golondrinas, los vencejos y los papamoscas. A seis metros de mí, una reluciente arawana plateada, criatura que los lugareños llaman “pez mono” por su habilidad y potencia para saltar, surge del agua de repente, atrapa una libélula en el aire con la boca y cae nuevamente al río con un chapoteo estrepitoso.
Luego, al disiparse la última luz del ocaso, el escenario se oscurece, como si alguien hubiera bajado un telón negro en el teatro del río y de la selva. Enciendo mi linterna, alumbro la orilla y veo decenas de rojizos destellos fantasmales a ras del agua.
—Son los ojos de los yacarés, nuestros cocodrilos —me dice Enrique Sánchez, un veterano guía de la selva, cuando nuestras luces iluminan unos seis ejemplares en la orilla. Mientras nos dirigimos en la piragua al lugar donde dormiremos esta noche, añade—: Por eso insisto en que no es buena idea darse un baño o un chapuzón en el río de noche. Los yacarés siempre tienen hambre.
Como muchos turistas, he venido a la selva amazónica en busca de aventuras, y a lo largo de la última semana no me ha decepcionado en absoluto. A unos 110 kilómetros al sur de la ciudad de Manaos, Brasil —casi un día de viaje en taxis, lanchas, autobuses y piraguas—, he pescado e incluso nadado entre pirañas. Intenté seguir el rastro de los fabulosos delfines rosados del Amazonas y de las anacondas gigantes (sin suerte), de los perezosos de tres dedos y de los jabalíes (con un poco de suerte), y de los coloridos tucanes y loros (con mucha suerte). Además, visité a algunos ribeirinhos, los sencillos moradores del río.
También me he topado con muchos habitantes peligrosos de la selva: arañas errantes brasileñas que pueden provocar la muerte con una sola picadura, sanguijuelas del tamaño de serpientes pequeñas, escorpiones, hormigas bala (llamadas así porque su picadura duele como una herida de bala), murciélagos vampiro, una tarántula del tamaño de mi rostro, anguilas eléctricas, caimanes de 3.7 metros de largo y, por todas partes, mosquitos que transmiten la fiebre amarilla, el paludismo y la mortífera fiebre del dengue.
Enrique, de 59 años, me ha dado un curso intensivo de supervivencia en la selva; me enseñó a hacer fuego en el bosque tropical casi siempre húmedo, a construir un refugio improvisado con hojas de palmera, a pescar con un arpón hecho a mano, y a buscar y comer tapuru: larvas de escarabajo ricas en proteínas. “Arráncales la cabeza de un mordisco, escúpela y come el resto”, fue su consejo. Lo hice, pero no pedí una segunda porción.
A diario he recorrido este exuberante humedal en lancha de motor o en piragua, y al anochecer he regresado a la comodidad y seguridad de mi hotel ecoturístico ubicado a la orilla del río. Sin embargo, mañana me apuntaré a la “Acampada y caminata nocturna por la selva” que organiza el hotel. Cambiaré mi cómoda cama tamaño queen por una hamaca colgada entre dos árboles en medio de la espesura. Luego de instalar el campamento y cenar, haremos una caminata nocturna de una hora de duración por la selva: un final perfecto para mi semana de aventuras.
Al día siguiente, por la tarde, Enrique y yo subimos a la lancha varias hamacas, un arpón, una bolsa de arroz blanco, cantimploras con agua, café, mandioca, un tazón de acero, cucharas y mucho repelente de mosquitos, e iniciamos el descenso del río Mamoré con Renato Cascas, un pescador local que conoce la región como la palma de su mano.
Poco después del atardecer llegamos al campamento, un claro en la selva que los guías han abierto a machetazos, lo suficientemente grande para albergar una fogata y un cobertizo rudimentario. Los mosquitos, las mariposas nocturnas y otros insectos voladores producen un zumbido eléctrico que nos envuelve mientras atamos las hamacas.
La selva ahora es oscura, densa, casi primigenia; no se parece a la versión diurna a la que ya me he habituado. Y cobra vida con los ruidos. Los científicos calculan que hay 2.5 millones de especies de insectos en este bosque tropical, y parece que todas ellas se han puesto en máxima alerta al mismo tiempo. Las cigarras llaman a sus parejas potenciales con un ruido tan ensordecedor como el de una sierra eléctrica, y las ranas emiten sus llamados de apareamiento con un tono grave y enigmático.
Mientras Renato parte leña de un árbol caído para hacer la fogata, Enrique y yo llenamos con agua y arroz el abollado tazón de acero. El fuego empieza a arder en pocos minutos, y las llamas proyectan unas sombras parpadeantes en el campamento y en los enormes árboles. Más allá de la hoguera, la selva es oscura, densa, húmeda… e intimidante.
Me estoy preguntando si es seguro estar aquí cuando me sobresalta oír un crujido a unos nueve metros de donde estoy sentado, y luego, un chillido muy agudo. Enrique dice que quizá se trate de una rata de bambú amazónica, que es inofensiva. “Los animales salen de sus escondites durante la noche, cuando son menos visibles para los depredadores”, explica. “En la oscuridad los papeles se invierten; ahora, los animales nos están observando a nosotros”.
Contemplo la oscuridad y me imagino toda clase de animales: jaguares, arañas venenosas, anacondas… todos ellos acechando.
—¿Hay jaguares por aquí? —le pregunto a Enrique.
—Sí, pero no muchos.
—¿Y panteras?
—Menos aún.
—¿Y qué pasa con las serpientes?
Las serpientes me dan miedo, en particular las víboras de foseta: la cabeza de lanza y la enorme cascabel muda. Ambas pueden matar una persona con su mordedura. En Brasil, cada año perecen unas 100 personas por mordeduras de estas dos víboras. Ambas especies abundan en lo profundo de la selva amazónica, justo donde nos encontramos ahora, y están activas durante la noche.
—Sí, hay serpientes, pero nosotros tenemos esto —responde Enrique mientras levanta su machete de más de medio metro de largo.
Entonces le pregunto si conoce a alguien que haya sido mordido por una víbora de foseta.
—Sí, a un amigo mío lo mordió una cascabel muda, la surucucú.
Me explica que la serpiente había hecho su nido más o menos a metro y medio del suelo, en un hueco del tronco de un árbol. Cuando su amigo pasó caminando junto al árbol, la cascabel, de tres metros de largo, se abalanzó sobre él y le clavó los colmillos en el cuello.
Después de una pausa breve, Enrique me mira a los ojos y añade:
—Murió. Fue muy triste. Pero, gracias a Dios, fue rápido.
Son poco más de las 10 de la noche cuando terminamos nuestra deliciosa cena de arroz y pirarucú, un pez carnívoro prehistórico que Renato atrapó hace un rato y que cocinamos en la hoguera. Ya es hora de que dejemos la comodidad del campamento y la seguridad del fuego encendido y emprendamos nuestra caminata nocturna por la selva.
Antes de partir, sin ningún disimulo le pregunto a Enrique:
—¿Crees que nos toparemos con alguna serpiente?
—Es posible que veamos alguna en el recorrido, pero iremos con cuidado —responde en tono tranquilizador—. Normalmente, las serpientes les tienen más miedo a las personas que las personas a ellas.
El guía se sube la pernera izquierda del pantalón para mostrarme la cicatriz de una mordedura de serpiente de cascabel, y luego alza el dedo medio de la mano derecha, donde asegura que lo mordió una jararaca, otra víbora de foseta venenosa.
—En ambas ocasiones los cirujanos querían amputar, pero yo me negué rotundamente —dice. Entonces sonríe y añade—: No te preocupes. Esta noche todo irá bien.
Al empezar a caminar siento, y casi oigo, los acelerados latidos de mi corazón. Renato, que lleva botas de hule para protegerse de las mordeduras de serpiente, va al frente, y Enrique y yo lo seguimos. Los guías se van abriendo paso entre la espesura con sus afilados machetes, que usan para cortar en diagonal las gruesas hojas de palmera, las plantas trepadoras y las ramas bajas de los árboles.
Yo agacho la cabeza para pasar por debajo de las hojas y ramas que van cortando, pensando con preocupación qué clase de serpiente, araña o rana venenosa se abalanzará sobre mí si me cruzo en su camino. Nuestro avance es lento; el suelo está cubierto de troncos caídos y lianas sueltas que tenemos que esquivar.
Bajo el tupido dosel de la selva, alcanzamos a ver sólo lo que iluminan nuestras linternas; es como si camináramos a través de un túnel de luz: fuera de él, todo está oscuro. Es una sensación fantasmagórica, sobrenatural. Yo constantemente ahuyento a manotazos mariposas nocturnas, mosquitos y todo tipo de bichos voladores atraídos por la luz de mi linterna. Por momentos es como si me abriera paso entre una espesa niebla de insectos alados.
El aire es muy húmedo, saturado de oxígeno. Respiro profundamente y percibo un leve olor agridulce, como a plantas en descomposición. La selva se encuentra en un estado permanente de putrefacción y renovación. El suelo húmedo y fértil está tan poblado de hormigas, insectos, arañas y otras criaturas, que necesita tan sólo seis meses para reciclar el 90 por ciento de su materia orgánica.
Después de tropezar con una raíz de árbol del grosor de una pitón, me sobresalta oír un chillido espantoso, como de otro mundo; es una mezcla del estruendo de un motor de avión al arrancar y la banda sonora de una película de terror, y parece estar alarmantemente cerca.
Tratando de disimular lo asustado que estoy, le pregunto a Enrique:
—¿Qué ruido es ése?
—Es un mono aullador —contesta, sonriendo—, y está a más de tres kilómetros de aquí.
(Al día siguiente leeré que el mono aullador posee un aparato vocal especializado parecido a una concha marina, y que es el animal terrestre más ruidoso del planeta.)
De vez en cuando Renato se detiene y vuelve la cabeza hacia los lados.
—Está escuchando a los animales —me susurra Enrique.
A medida que caminamos, Enrique ilumina con su linterna algunas cosas para que yo las vea: un majestuoso árbol cubierto de enredaderas que se yergue decenas de metros; una araña de vivos colores, o un batallón de hormigas guerreras que devoran cuanta hoja verde encuentran en el suelo de la selva. No obstante, la mayor parte del tiempo caminamos en fila india sin decir palabra.
Ya no oigo las bromas ni las risas a las que me he acostumbrado en estos días de convivir con Enrique y Renato. Ahora los dos están serios y callados. Caminan despacio sobre la gruesa capa de hojas que cubre el suelo de la selva, teniendo cuidado de no molestar o sorprender a alguna criatura que pueda hacerles daño.
Justo cuando estoy recordando una cita que leí sobre la Amazonia (“En la selva todo ser vivo parece estar listo para atacar, ya sea para depredar o para defenderse”), Enrique se detiene de golpe, olfatea el aire de la noche y en voz baja me pregunta:
—¿La hueles? Una anaconda o una pitón cambió de piel cerca de aquí hace poco. Puedo olerla.
Un montón de pensamientos lúgubres empieza a bullir dentro de mi cabeza mientras intento poner los pies exactamente donde Enrique va colocando los suyos, tal como me ha indicado. Cada vez que tropiezo con un tronco caído, me pregunto con angustia si debajo de él está escondida una serpiente venenosa. Sé que estos reptiles tienden a alejarse cuando captan la vibración de un ser humano que se acerca a ellas caminando, pero no consigo apartar de mi mente la aterradora imagen de una mortífera cascabel muda de tres metros de largo a punto de atacar.
Mi corazón late desbocado y estoy sudando a mares, aunque la noche ya ha refrescado. Con la linterna ilumino el suelo para ver las hormigas guerreras; luego, cuando reanudo la marcha, me topo de frente con una rama de árbol que cuelga a la altura de mis hombros, y suelto un fuerte grito. Una tarántula peruana de patas rosadas, más grande que mi mano, se escabulle en el suelo.
De pronto, Renato y Enrique se quedan inmóviles. Se oye un leve crujido sobre la capa de hojas secas, muy cerca de nosotros. Ninguno de los tres dice nada. Siento como si el corazón se me saliera del pecho. Enrique se vuelve hacia mí y dice:
—Me parece que era una serpiente, pero ya se está alejando.
Luego de 30 minutos de caminata, cuando Renato se detiene en seco otra vez y aguza el oído, le toco la espalda a Enrique y le digo:
—Ya he visto suficiente. Creo que deberíamos regresar.
La oscuridad, los crujidos, los chillidos, la constante sensación de ser observado y mi imaginación hiperactiva me han dejado exhausto. Me siento abrumado, completamente fuera de mi elemento y, por primera vez en mi vida, muerto de miedo.
Al cabo de una hora estamos de vuelta en el campamento, y Renato arroja otro leño a la hoguera.
—Sé que estabas asustado —me dice Enrique—. Se notaba. Recuerda que ésta es tu primera noche en la Amazonia. Todos nosotros nos hemos asustado alguna vez también. Es bueno sentir un poco de miedo, y mucho respeto, por la selva.
Quizá dejé que mi imaginación se apoderara de mí. Pero así es la Amazonia, 5,200,000 kilómetros cuadrados de mitos y misterios. Cuando me subí a la hamaca y cerré el mosquitero, oí los chillidos de una tropa de monos aulladores a lo lejos, y escuché la sinfonía nocturna de las ranas, los insectos, los pájaros, los murciélagos, los roedores y otros animales.
A pesar del barullo me quedé dormido en pocos minutos, envuelto confortablemente en mi sábana de algodón, en uno de los últimos reductos salvajes de la Tierra.