Al ver las cosas en retrospectiva, me resulta muy claro que Wes y yo teníamos todo para fracasar en el matrimonio. Los dos éramos actores desempleados cuando nos conocimos, pero él tenía 28 años y yo 36.
Wes era de Toronto, Canadá, y yo, de Los Ángeles, California. Él tenía un largo historial de infidelidades, y yo, uno igual de largo tratando de evitarlas. Sin embargo, no hicimos caso a ninguna de esas señales de alarma: después de tres semanas de noviazgo, nos casamos y nos mudamos a Toronto para comenzar una nueva vida. Unos meses después, quedé embarazada de nuestro hijo, Jack.
No pasó mucho tiempo para que lo dulce de la luna de miel se acabara. De pronto me vi casada, esperando un bebé y viviendo con un desconocido en una ciudad extraña.
Wes y yo discrepábamos en todo. Yo pasaba de cerrarme por completo a explotar, y a medida que nuestra relación se deterioraba, Wes empezó a serme infiel.
En agosto de 2007, después de un ciclo de dos años y medio de pleitos, separaciones y reconciliaciones, decidimos terminar en definitiva. Fue un proceso complicado: él vivió cuatro meses en el sótano de la casa, después del rompimiento.
Incluso cuando por fin se mudó, pasábamos mucho tiempo juntos; Jack estaba muy pequeño y yo no tenía familiares en Toronto.
Necesitaba yo a Wes. Gran parte del tiempo actuábamos como una pareja pero sin intimar en la cama: almorzábamos juntos, visitábamos a su familia y llevábamos al niño al parque.
Como resultado, los términos de nuestra relación quedaron mal definidos; me dolió cuando supe que él estaba saliendo con alguien.
Una noche, mientras me despedía de Wes después de cenar, vi un tazón con sopa que su novia había dejado en su casa. Perdí el control, quizá porque ya nadie me preparaba sopa a mí.
Durante casi dos años Wes y yo vivimos en el limbo de los amantes, ex esposos y amigos; luego, en 2009, él empezó a salir con Sarah, una bella ex bailarina a quien había conocido en una audición para un comercial de pepinillos. Su relación se formalizó rápidamente, y Wes estaba decidido a incluir a Sarah en la vida de Jack.
—Si llegara a morirme, quiero que ella ayude a criar al niño —me dijo, apenas unas semanas después de que se conocieron.
Mi considerada respuesta fue:
—¿Es una broma?
Después de mi ataque de celos inicial, accedí a darle a Sarah una oportunidad. Bajo nuestro acuerdo de paternidad compartida, Jack dormía la mitad del tiempo en la casa de Wes y Sarah y la otra mitad en la mía.
Los cuatro empezamos a pasar tiempo juntos, como una familia; incluso invitamos a Sarah a participar en el ritual del primer día de kínder del niño.
Conociendo los antecedentes de Wes, estaba yo segura de que su relación con Sarah tarde o temprano se vendría abajo. Pero resultó que ellos se llevaban de maravilla, y cuanto más conocía yo a la nueva pareja de mi ex marido, tanto más me agradaba.
Sarah era organizada y nos ayudaba con Jack. Gracias a ella, no tenía yo que batallar tanto. A Sarah la complacía recordarnos qué días Jack tenía clase de natación, o le preparaba el almuerzo cuando salía de excursión. Poco a poco vi los beneficios de su presencia en la vida de mi hijo.
Por supuesto, a veces me sentía amenazada, sobre todo al principio. El Día de las Madres Jack nos hizo un regalo a cada una en el kínder. A Sarah le dio un precioso cuadro de flores con un “Te quiero” manuscrito, y a mí, un candelero de papel maché, sin duda el obsequio menor.
En 2011 Sarah tuvo una hija, Audrey, y Jack me telefoneó desde la sala de partos del hospital.
—Mami, ¡tengo una hermanita! —lo oí gritar con gran emoción.
Colgué, y lloré por la pérdida de algo que no puedo definir.
Con el tiempo me di cuenta de que necesitaba sentirme parte de una familia, y eso fue justo en lo que nos convertimos los cinco. Ese verano propuse que alquiláramos una sola casa, así que empacamos y nos mudamos a Muskoka, Ontario.
Fue una semana maravillosa; Jack estaba feliz de tenernos a todos a su lado. Hicimos una parrillada en el jardín y jugamos con la bebé. Nadamos y encendimos fogatas. Wes y yo discutimos una vez, pero el resto del tiempo estuvimos contentos y en paz.
Wes y yo hemos estado separados el doble del tiempo que estuvimos juntos y, sorprendentemente, nos hemos hecho amigos entrañables. Nos ayudamos a ensayar para las audiciones y participamos en nuestros respectivos proyectos.
Él y Sarah ahora son mis confidentes, mi red de apoyo, mis compañeros. Hemos establecido una confortable rutina de salir juntos los fines de semana y los días festivos; en la Navidad de 2013 los cinco pasamos un par de días en casa de mi padres, en Vancouver.
También me encargo de cuidar a Audrey cuando Sarah y Wes tienen que trabajar. Yo la quiero como si fuera mi hija, ¡y es niña! Le compro vestidos y bailo con ella. Nuestro acuerdo no siempre es perfecto, pero es mucho más gratificante que limitar nuestras vidas.
Algunas veces, cuando estoy con Wes y Sarah, me siento como una “hermana esposa” o una tía solterona excéntrica. Mis padres incluso pensaban que éramos una “tripleta”, lo que me horrorizó y divirtió al mismo tiempo.
Hace unos meses Jack y yo nos reunimos con Wes y Sarah para ver la primera práctica de futbol de Audrey. Cada vez que la niña pateaba el balón hacia la portería, la animábamos y aplaudíamos, y ella hacía una reverencia. Es adorable.
Los otros padres no sabían qué pensar. Me miraban con curiosidad, como preguntándome lo que yo me había cuestionado durante años: “¿Cómo encaja ella en la ecuación?” Miré a mi familia: a Wes, Sarah y nuestros hijos, y entonces me di cuenta de que por fin sabía la respuesta.
¿Estarías dispuesta a intentar una relación como esta?
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