Eran las 8:30 de la mañana del 8 de junio de 2015 y Angela Shymanski tenía todo listo para regresar a casa. Lexi, su hija de cinco años, y Peter, su bebé de apenas 10 semanas de nacido, acababan de desayunar; su camioneta Honda Pilot ya tenía combustible, y dentro de ella llevaba juguetes, bocadillos, una tienda de campaña autoinflable, una manta y la ropa sucia usada en sus siete días de vacaciones.

Como hacía mucho calor en el centro de Alberta, Canadá, Angela pensó que el bebé soportaría mejor el viaje de ocho horas de vuelta a casa, en Prince George, Columbia Británica, sólo en pañales.

Angela, instructora de natación y primeros auxilios de 28 años, se disponía a recorrer otra vez ese trayecto de casi 800 kilómetros. Su esposo, Travis, mecánico de instrumentos en una refinería de petróleo, de 29 años, no había podido viajar con ellos, así que ella se había ido sola con los niños porque ansiaba presentar al bebé a los amigos de la universidad que tenía por todo Alberta, a su hermana mayor, que vivía en Calgary, y a su cuñada, residente en Sylvan Lake.

Para Lexi había sido también un viaje especial. La mañana que partieron de casa —el 1 de junio— marcó el comienzo de la cuenta regresiva de 100 días para volver al kínder. Angela quería que fuera un viaje lleno de diversión; para el fin de la semana Lexi ya había visto gorilas en el Zoológico de Calgary, disfrutado picnics con sus primos, subido a los juegos de un parque de atracciones y hecho castillos de arena en la playa.

Mientras conducía por la Carretera Icefields, Angela por descuido no tomó la primera salida, pero, en vez de dar vuelta, decidió seguir por una ruta un poco más larga pero más bonita a través de las montañas Rocosas.

El tiempo perdido habría sido irrelevante si no hubieran topado con un tramo de camino en reparación. La marcha lenta incomodó a Peter, que empezó a llorar en su asiento de auto, junto a Lexi. Angela puso un disco con canciones de cuna para ver si el bebé se calmaba y, en efecto, funcionó.

Lo primero que Lexi pensó fue que alguien había apagado la luz. Segundos antes, era un día soleado; ahora estaba oscuro, le dolía el cuello, el claxon del vehículo estaba sonando y el bebé lloraba.

Una vez que dejó atrás la zona en reparación, Angela aceleró a casi 100 kilómetros por hora, el límite de velocidad. El zumbido del motor y el calor del sol, combinados con la suave música de fondo, pronto le produjeron sueño, así que abrió la ventanilla para que el golpe de aire la mantuviera despierta. Cuando empezaba a buscar un sitio para descansar, los ojos se le cerraron unos segundos…

Inculcando la noción de peligro y pedir ayuda

Justo un año antes Lexi había aprendido la lección más importante de su corta vida. Como muchos otros testigos de Jehová, sus padres cumplen un ritual de culto una noche a la semana: dejan todo a un lado para leer la Biblia y compartir enseñanzas de vida.

Aquella noche estaban preparando a Lexi para afrontar una emergencia: un primo de Travis había perdido su hogar en una inundación, y ellos querían estar listos para una situación así.

Entre los tres llenaron una bolsa de lona con botellas de agua, comida enlatada, un botiquín de primeros auxilios, dinero en efectivo, mascarillas para dar reanimación cardiopulmonar, ropa y juguetes, y pusieron la bolsa en un armario junto a la puerta de entrada.

Luego le mostraron a Lexi las alarmas de incendio y le dijeron que, si sonaban, corriera fuera de la casa; no tenía que quedarse a buscar nada ni a nadie, sólo conseguir ayuda y no mirar atrás.

Como simulacro, los tres caminaron descalzos hasta la casa vecina más cercana, a 500 metros de distancia, ya que Travis y Angela pensaron que llamar al número de emergencias no sería práctico para una niña con vocabulario limitado y poco sentido geográfico.

Lexi asimiló todas las instrucciones, y lo demostró meses después, cuando se disparó una alarma de incendio mientras preparaban la cena. Antes de que Angela pudiera desactivarla, Lexi ya estaba corriendo hacia el acceso de autos. Nunca miró atrás.

Atrapados en una pendiente

Lo primero que Lexi pensó fue que alguien había apagado la luz. Segundos antes, era un día soleado; ahora estaba oscuro, le dolía el cuello, el claxon del vehículo estaba sonando y el bebé lloraba.

Lexi trató de alcanzar a Peter, pero una fuerza la detuvo: la tienda inflable se había desplegado al moverse hacia delante. La niña buscó a tientas entre la tela hasta tocar una mano de su hermanito.

Luego buscó la manija de la portezuela, pero sus dedos toparon con lo que parecía un almohadón blanco: una de las bolsas de aire laterales, que ahora cubrían todas las ventanillas.

Lo único que evitaba que rodaran por la pendiente era el tronco de un pino enorme contra el cual se había estrellado el vehículo.

Liberó las correas de su arnés de seguridad, lo que sus padres hacían por ella siempre, y se retorció para salir de la camioneta, pero al mover la manija vio que la portezuela estaba trabada. Entonces se puso de costado y pateó ésta hasta que se abrió y el interior del vehículo se llenó de luz.

En ese instante Lexi vio a su madre en el asiento delantero, dormida sobre otro almohadón.

—¡Despierta, mami! —gritó—. ¡Por favor, despierta!

Pero Angela no se movió.

Aunque girar la cabeza le dolía, Lexi apartó la bolsa de aire lateral, miró fuera y vio que estaban sobre una pendiente empinada; era como la del juego de escalada en roca del gimnasio cubierto al que le gustaba ir, pero con piedras grandes, árboles y sin cuerdas. Lo único que evitaba que rodaran por la pendiente era el tronco de un pino enorme contra el cual se había estrellado el vehículo.

Lexi había perdido las sandalias tras el impacto, pero no sentía dolor mientras reptaba sobre vidrios, piedras, ramas y hojas caídas por el terraplén hasta la orilla de la carretera por la cual habían caído. Era justo como había practicado en el gimnasio.

El rescate

Jeremiah y Loni Jirik iban casi a la mitad de su viaje cuando se detuvieron a la orilla del camino para comer y descansar.

No tenían ninguna prisa, así que habían tomado la ruta escénica del Parque Nacional Jasper, lo que significaba dos horas más de recorrido desde su hogar en Wasilla, Alaska, hasta Minnesota, donde se habían conocido y formado una familia.

Cuando saciaron el hambre y descansaron, la pareja, sus tres hijos —el mayor de 18 años y el menor de 7— y sus dos perros subieron de nuevo a su camioneta plateada para emprender el tramo final del viaje.

En cuanto Jeremiah retomó la carretera, Loni gritó “¡Detente!”, y señaló un punto a unos 15 metros de distancia: una niñita rubia vestida con camiseta de tirantes y pantalón corto acababa de remontar un terraplén. Descalza, saltaba y movía los brazos en alto frente a los vehículos. Jeremiah encendió las luces intermitentes y se detuvo.

—¡Auxilio! —gritó Lexi mientras corría en dirección a ellos—. ¡Mi mamá necesita ayuda!

Jeremiah recorrió los tres carriles con la mirada y no vio a nadie.

—¿Dónde está tu mamá? —le preguntó a la niña, y ella miró a un lado y señaló el terraplén.

Al ver la camioneta accidentada, Jeremiah —un ávido excursionista que se ganaba la vida instalando cables eléctricos en las montañas— bajó por la pendiente en sandalias.

Lexi intentó seguirlo, pero Loni la contuvo. La niña tenía moretones en el cuello y se quejaba de que no podía moverlo. La mujer le pidió a Isaak, su hijo mayor, que ayudara a Jeremiah, y a sus hijas, KayDea y Analiseah, que se quedaran allí; no quería que presenciaran una posible tragedia.

Angela empezaba a recuperar la conciencia cuando Jeremiah se apareció ante ella de repente.

—Soy una tonta —le dijo, mirándolo—. Debí detenerme antes.

Él apenas oyó sus palabras debido al sonido incesante del claxon; tampoco oyó el llanto del bebé hasta que Angela preguntó por Peter.

El asiento al que estaba sujeto el pequeño se había soltado y movido hacia delante, y Peter había quedado de cabeza con el arnés puesto entre el asiento delantero y el piso. Jeremiah liberó al bebé semidesnudo, lo envolvió con su manta y subió por la pendiente, sujetándose de las ramas del pino con la mano libre.

Loni había intentado llamar a los servicios de rescate, pero no había buena señal telefónica en esa zona. Decidió hacer señas a los autos que pasaban; cinco siguieron de largo, pero luego un Jeep Cherokee se detuvo.

Los socorristas y agentes de la Real Policía Montada de Canadá necesitaron cuerdas para bajar y subir del terraplén por el que Lexi había escalado sola y descalza.

La conductora, Lise Lord, se dirigía a una reunión en Calgary con su socio, Rick Nowicki. Mucho antes de que este hombre de 50 años se dedicara a la consultoría financiera, había sido bombero y socorrista, y aunque habían pasado más de 10 años desde la última vez que acudió a una emergencia así, sabía que quien aún estuviera dentro de esa camioneta tenía que ser estabilizado.

Rick se disponía a bajar por la pendiente cuando Jeremiah reapareció con un envoltorio en brazos. Le dijo a Loni que era un bebé, y se lo pasó para regresar por Angela, seguido por el ex bombero.

—¡El bebé es mi hermano! —dijo Lexi, quien, por instrucciones de Rick, se había tendido sobre el suéter de Isaak, y éste se había acuclillado junto a ella para ponerle una botella de agua helada sobre el cuello.

Loni mecía al bebé en sus brazos. Unas dos veces por minuto, Peter dejaba de llorar, miraba sin expresión el cielo y luego seguía llorando. Loni, maestra de educación especial desde hacía 16 años, reconoció esa reacción: era una crisis convulsiva.

En el fondo del terraplén, Angela se había sentado de costado y trataba de abrir la portezuela. No dejaba de decir que era una mala madre.

—No se mortifique —le contestó Rick—. Esto podría haberle ocurrido a cualquiera.

Entonces abrió la portezuela, apartó la bolsa de aire y le señaló a Angela dónde se encontraban sus hijos. A la orilla de la carretera, Peter estaba en los brazos de Loni, y Lexi, a salvo bajo el cuidado de Isaak y Lise.

Una vez que Angela se calmó un poco, Rick le revisó las heridas. El cinturón de seguridad le había lastimado el pecho, pero lo más alarmante era que se quejaba de mucho dolor en la parte baja de la espalda.

—¿Puede mover las manos? —le preguntó Rick—. ¿Cree que pueda apretar los dedos? Por favor, mueva los dedos de los pies.

Todo parecía funcionar bien, pero, aun así, no iba a dejar que saliera de allí si no era en una camilla.

Le preguntó a Angela el número telefónico de su esposo para dárselo al servicio de rescate al que Loni había llamado usando un radio satelital de un trabajador forestal que pasó por allí.

Mientras Rick escribía los números con un dedo en el parabrisas polvoriento y astillado, Jeremiah, temeroso de que el vehículo humeante se incendiara, buscó los cables de la batería debajo del parachoques; sujetó con una mano los cables calientes y tiró de ellos hasta que por fin el claxon dejó de sonar.

Luego los tres esperaron 20 minutos sin más sonidos que los trinos de los pájaros, hasta que la sirena de una ambulancia rompió el silencio. Los socorristas y agentes de la Real Policía Montada de Canadá necesitaron cuerdas para bajar y subir del terraplén por el que Lexi había escalado sola y descalza.

Travis acababa de almorzar en su escritorio en Prince George cuando recibió una llamada de Angela, que en voz baja dijo algo sobre un accidente y que los niños estaban bien. Menos de una hora después, Travis iba en un vuelo al Hospital de la Universidad de Alberta en Edmonton, adonde un helicóptero había trasladado a su esposa.

Luego de que Angela entró en estado de choque en el Hospital General Seton, en Jasper, los médicos la habían reanimado. Ya estaba consciente, pero había sufrido numerosas lesiones en la cabeza, los pulmones, el hígado y la espalda.

Veinticuatro horas después del accidente, el 9 de junio, la situación de Angela parecía un poco mejor. Había sufrido daño nervioso permanente en la pierna izquierda, presentaba cierto grado de amnesia y era probable que nunca más pudiera volver a nadar con vigor, hacer gimnasia ni competir en carreras, pero sí podría caminar.

Peter, por su parte, había tenido problemas para digerir la fórmula láctea tras haber sido dado de alta. Reingresó al hospital, y los médicos le hicieron una tomografía para ver si había daño cerebral. El bebé tenía hemorragia e inflamación intracraneal y fue sometido a cirugía. Tras unos días de angustia, se determinó que estaría bien.

Lexi, quien se negaba a separarse de su padre, tenía sólo unos rasguños y moretones en manos y pies; sin embargo, a Travis le preocupaba que tuviera estrés psicológico y no quería que pasara mucho tiempo en la unidad de traumatología, así que le pidió a su hermana que se la llevara y luego fue a comprar comida para Angela y para él. Su celular sonó mientras cruzaba la calle fuera del hospital.

—¿Es usted Travis? —le preguntó un hombre con voz grave.

Era Rick Nowicki, quien había memorizado el número telefónico que Angela le había dictado.

Rick vivía en Hinton, un pueblo situado a 300 kilómetros de Edmonton, y estaba allí porque tenía una cita. Quería saber cómo estaba la familia y si podía llevarle flores a Angela y un oso de peluche a la niña que había salvado a su madre y a su hermanito.

El papel que había cumplido Lexi en la supervivencia de su familia resultó una noticia para Travis. Su hermana y Angela le habían contado lo que oyeron acerca de su hija (que había escapado de la camioneta y buscado ayuda), pero no sabía el alcance de su valentía. “Es una niña extraordinaria”, concluyó Rick.

En noviembre de 2015, mientras Angela, quien aún se movía con ayuda de una andadera, esperaba a que le hicieran una operación de reemplazo de discos intervertebrales en Alemania, la Real Asociación Humanitaria Canadiense invitó a la familia Shymanski a que regresaran a Edmonton. Esta organización benéfica quería otorgarle a Lexi una medalla por su valentía.

Durante la ceremonia de reconocimiento, un reportero le preguntó a la niña qué pensaba hacer con la medalla. Lexi respondió que quería ir a la escuela con ella para mostrársela
a todos sus compañeros y contarles lo que había ocurrido.

Sin embargo, una vez que regresó a su hogar en Prince George, cambió de planes: decidió llevar a la escuela a su hermanito Peter para que todos lo conocieran y contar entonces su historia.

Staff

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