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Una prueba de confianza

Un encuentro inusual con un desconocido que requería ayuda, lleva a la autora a preguntarse: ¿Quién obtiene más: el que da o el que recibe?

Era una cálida noche de julio, y mi hija Maddy, de 15 años, y yo caminábamos por la Calle 47 Este de la Ciudad de Nueva York, de regreso al hostal YMCA Vanderbilt. Llevábamos cinco días en la ciudad, conociendo los lugares de interés, viendo obras de teatro en Broadway, visitando los museos y mirando los escaparates de las tiendas. Nos estábamos divirtiendo de lo lindo.

Mientras esperábamos a que cambiara la luz del semáforo en la Tercera Avenida y la Calle 50, un ciclista vestido con camiseta apareció como un bólido por la avenida. Sin luces ni bandas reflectantes en su bicicleta, no era más que una ráfaga fantasmal. Justo en ese momento, otros dos ciclistas cruzaron la Calle 50 en dirección hacia  él, con varias bolsas blancas de supermercado llenas de víveres colgadas de los manubrios. El choque fue inevitable: vimos cuerpos caer al suelo, bicicletas enredadas, ruedas torcidas, latas y frutas desparramadas…

El hombre de la camiseta vio que los otros ciclistas tenían rasgos asiáticos y empezó a gritar obscenidades en contra de los extranjeros. Ellos lo insultaron también a gritos mientras trataban de recoger sus víveres. El primer ciclista tomó del suelo un pedal roto y se lo arrojó a los asiáticos. Éstos se agacharon y el pedal voló, cayó al asfalto y rebotó hasta nuestros pies, en la acera. Los tres hombres empeza-ron a forcejear y a empujarse.

—¡Oigan, deténganse! —les grité, horrorizada al ver tal violencia.

—¡No te metas, mamá! —me dijo Maddy, tomándome del brazo.

Otros peatones que estaban cerca miraban la gresca sin intervenir. Uno de ellos, de marcado acento británico, gritó para que todos oyeran:

—¡Odio Nueva York! ¿No lo odian ustedes también? Aquí la violencia y la rabia estallan en un instante. ¡Sólo quiero largarme de aquí!

Me volví para verlo. Tenía cerca de 40 años, y su aspecto era pulcro. Usaba barba y una kipá en la cabeza. Llevaba puesta una camiseta verde estampada en el pecho con el nombre de una organización benéfica judía, y sostenía un libro metido en una bolsa de Starbucks. Me miró y meneó la cabeza en un gesto de furia y desesperación por la lamentable escena… justo lo mismo que estaba yo sintiendo.

Cuando los ciclistas se alejaron, cojeando, empezamos a conversar.

—Llevo cinco horas recorriendo las calles y lo único que quiero es irme a casa. No creerían ustedes lo que me ha pasado hoy —nos dijo.

Su semblante, actitud y tono de voz lo hacían parecer honesto y en verdad consternado. Mi hija y yo le preguntamos qué le había ocurrido.

Empezó a contarnos el horrible día que había tenido en la ciudad. Se llamaba Ari y trabajaba como cocinero en el Reino Unido; incluso mencionó el nombre del restaurante. Había viajado a Estados Unidos para pasar un  mes haciendo labor voluntaria con un grupo judío ortodoxo con sede en Filadelfia. Luego se había trasladado a Nueva York para visitar en un hospital a un miembro de la agrupación que estaba enfermo de cáncer. Toda la mañana estuvo con él, leyéndole pasajes de la Torá, pero en la tarde, cuando estaba bajando de un taxi en la Estación Penn para tomar el tren de regreso a Filadelfia, el auto se alejó velozmente con todas sus pertenencias, entre ellas su billetera y su pasaporte. Lo único que le quedaba era la bolsa de Starbucks y su libro de ciencia ficción, que nos mostró.

Ari había pasado cuatro horas en la jefatura de policía para denunciar el robo —continuó—, pero no quisieron darle dinero ni ayudarlo a regresar a Filadelfia. Cuando por fin salió de ese lugar, el consulado británico ya estaba cerrado, así que no tuvo más remedio que ponerse a recorrer las calles y esperar hasta la mañana siguiente. Había pedido ayuda a los transeúntes, pero sin éxito.

Por nuestros paseos diarios, Maddy y yo sabíamos que el consulado británico estaba muy cerca de allí. ¿Acaso Ari quería engañarnos? Pensé que no. Su historia era intrincada, pero algo me decía que no estaba mintiendo.

—¿Cuánto dinero necesita? —le pregunté sin más. Su rostro se iluminó, lleno de sorpresa y gratitud anticipada.

—¡No puedo creerlo! —exclamó—. ¿Haría usted eso por mí? ¿Me ayudaría?

—Bueno, dentro de ciertos límites —le respondí—. ¿Cuánto cuesta el boleto de tren?

—Cuarenta y cinco dólares. Eso sería fantástico; así podría partir esta misma noche. Le di los 45 dólares, y él me lo agradeció efusivamente.

—Bueno —dije, todavía con algunas dudas—, es posible que usted me esté engañando, pero si está mintiendo, es muy hábil.

—¡No, claro que no! Es cierto, se lo juro —replicó—. Deme su tarjeta de presentación y le enviaré el dinero a su casa. Se lo prometo. Ha sido usted tan amable que apenas puedo creerlo. Le devolveré los 45 dólares.

Le entregué mi tarjeta. Nos dimos la mano e intercambiamos algunas frases corteses. Ari dijo que iba a la estación para tomar el tren de medianoche. De nuevo nos dio las gracias, y Maddy y yo nos alejamos con la satisfacción de haber hecho una buena obra.

Pero al acercarnos al hostal, repasé la complicada historia de Ari y algunos de sus detalles inverosímiles. Ya no me sentía tan segura.

—¿Qué piensas, Maddy? ¿Fue una estafa? —le pregunté a mi hija.

—Bueno, él no te pidió dinero. Tú se lo ofreciste —contestó—. Y es imposible que montara ese choque de bicicletas. Creo que fue sincero.

—Si no, ese hombre es un excelen-te actor. Pagamos por asistir al teatro callejero —concluí.

–¡No puedo creer que te hayas tragado ese cuento! —exclamó una prima mía afincada en Los Ángeles cuando se lo conté, unas semanas después.

Le pareció que había sido yo muy ingenua, pero no me avergüenza mi credulidad. De hecho, me siento orgullosa de ella. Significa que no soy desconfiada ni indiferente, y eso es algo que valoro mucho.

Cuando les conté la anécdota a mis amigos y otros familiares, casi todos opinaron que había hecho lo correcto, y muchos de ellos relataron encuentros con desconocidos bondadosos que los habían ayudado.

Mientras viajaba por el sur de Francia, mi hermana fue socorrida por una pareja compasiva que le ofreció comida y un lugar para pasar la noche. Otra amiga mía que enfermó de gripe en el aeropuerto de Halifax, Canadá, recibió también la ayuda de un matrimonio generoso.

La cuidaron como a una hija en su casa durante dos días, hasta que se recuperó lo suficiente para regresar al aeropuerto y tomar un vuelo a su ciudad.

—Si mencionas eso en el artículo que vas a escribir —dijo mi amiga—, di que una mujer llamada Katherine, de la ciudad de Kitchener, se ha sentido muy mal a lo largo de 23 años porque extravió la dirección de esa pareja tan amable y nunca les envió una carta de agradecimiento.

A mí también me han ayudado desconocidos. En el invierno de 1982, cuando era joven y hacía un viaje sola por Alemania, me eché a llorar una noche en una estación de tren porque todos los albergues juveniles estaban cerrados y no tenía dinero para pagar un cuarto de hotel.

—Veo que tienes problemas —me dijo una chica—. ¿Puedo ayudarte?

Me llevó a su dormitorio universitario, y pasé una noche maravillosa compartiendo té, galletas e historias divertidas con ella y sus amigas. Aún siento una profunda gratitud por la ayuda que me dio hace tantos años.

Entonces, que “Ari” se quede con mis 45 dólares. Volvería a dárselos si pudiera. Los estafadores listos tienen muchos más problemas de los que yo jamás tendré. No voy a pasar el resto de mi vida siendo una desconfiada sin remedio, ni a viajar por el mundo cuidándome siempre de las personas que quieran engañarme.

Ari, concluí convencida, debe de haber perdido mi tarjeta de presentación. Seguramente.

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