Estoy sentada en una banca en el patio de una casa antigua en Calcuta, India. Es una calurosa mañana de verano, y junto a mí se halla una joven rubia que ronda los 25 años. Ella intenta leer un libro, pero parece distraída. A nuestro alrededor todo es silencio.
—No puedo creer que esté aquí —me dice la joven de repente.
Le devuelvo una sonrisa. Estamos en la casa donde vive la madre Teresa.
Es 1989, y estoy cursando el último grado en la universidad. Un amigo mío necesita recoger algunos documentos en el número 54A de la calle AJC Bose Road, donde vive la famosa fundadora de las Misioneras de la Caridad (MC).
Mi amigo está escribiendo una historia sobre la madre Teresa y le urgen los documentos para su investigación, pero hoy tiene otro asunto que atender. Como la casa de la madre Teresa no está lejos de mi universidad, me he ofrecido a ir en su lugar.
Una monja me recibe en la oficina de las MC. Dice que necesita un poco de tiempo para reunir los documentos, así que me pide que espere en el patio. Allí es donde me encuentro a Sharon, una estudiante de Minneapolis, Estados Unidos.
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Sharon creció leyendo acerca de la madre Teresa y soñando con conocerla. Empezó a ahorrar dinero de sus empleos de verano para poder viajar a la India. Había decidido que algún día, cuando ahorrara lo suficiente para el vuelo de ida y vuelta, iría a Calcuta a conocer a la madre Teresa y haría trabajo voluntario con las MC.
Y ese día es hoy. Unos días antes Sharon había empezado a hacer labor voluntaria en el Nirmala Shishu Bhavan, el orfanato que las MC tienen en la misma calle, y esta mañana le han concedido una audiencia con la mujer a la que tanto admira por sus historias de bondad.
Esta joven estadounidense ha viajado miles de kilómetros para poder verla, y yo he estado aquí todo el tiempo.
—Toda mi vida he soñado con esto —me susurra con palpable emoción—. ¿Tú ya te has reunido con ella?
Su pregunta revela que supone que yo también estoy esperando turno para hablar con la madre Teresa.
—No, no he tenido la oportunidad —le contesto con franqueza.
Parece sorprendida, y entiendo por qué. Yo he vivido en esta ciudad toda mi vida, la ciudad que la madre Teresa ha adoptado como propia, donde fundó una institución que ha ofrecido una vida decente a millones de necesitados, y dignidad a la hora de morir. Éste es el lugar desde el cual ha inspirado a millones de personas en todo el mundo para que vengan a hacer trabajo voluntario o donen dinero para la causa. Esta joven estadounidense ha viajado miles de kilómetros para poder verla, y yo he estado aquí todo el tiempo.
Por supuesto, la madre Teresa ha sido objeto de críticas también, casi siempre por parte de personas que ven “intenciones ocultas” en su labor por los pobres. Pero no es por eso que yo no he intentado conocerla. He leído sobre su trabajo y la he visto en televisión, pero nunca se me ha ocurrido venir y verla en persona.
—¿Crees que me dejarían verla si lo pido? —le pregunto a Sharon.
—Ya que estás aquí, me parece que deberías intentarlo —responde con una sonrisa radiante.
Regreso a la oficina, donde la monja que me atendió sigue ocupada.
—Ya casi termino, hija. Tendrás todo listo en unos minutos —me dice.
—Muchas gracias, hermana, pero quiero preguntarle algo —le digo con vacilación.
Las misioneras oyen esta petición tan a menudo, que la hermana no se sorprende en absoluto cuando le pregunto si puedo ver a la madre Teresa un momento.
—Sólo tiene una visita esta mañana, así que eres afortunada —contesta sonriendo—. Pero debes prometerme algo.
—Claro, lo que sea.
—La madre se está recuperando de una enfermedad y está muy débil. Le encanta recibir visitas y conversar, pero debes procurar que no hable demasiado, ¿entiendes?
Asiento vigorosamente, sin disimular mi emoción. Estoy feliz de haberme ofrecido a ayudar a mi amigo esta mañana. Había oído en las noticias que la madre Teresa estaba enferma. Ha tenido un problema cardiaco serio y se está recuperando en casa.
—Te avisaremos cuando sea tu turno —me dice la monja.
Vuelvo al patio para decírselo a Sharon. Ella se alegra, y muy pronto la llaman para su audiencia. Mientras espero, intento pensar en algo significativo que decirle a la madre Teresa en los dos minutos que voy a estar con ella. No tengo ni idea de cuánto tiempo dejo vagar mi mente, pero de pronto Sharon está de regreso.
—¿Cómo te fue? —le pregunto con ansias, pero antes de que pueda contestarme, ya es mi turno.
—Te esperaré aquí —me dice Sharon cuando echo a andar.
Otra monja me da instrucciones mientras me conduce por las escaleras a la planta alta. La madre Teresa está caminando por el pasillo.
—Por favor, sé breve. El médico dijo que no debe hacer esfuerzos —me pide la monja con gesto serio.
Al llegar al rellano, veo a la madre Teresa y camino hacia ella. Parece más menuda y encorvada de lo que la he visto jamás en las fotos. Camina despacio, con un rosario en la mano.
Mientras espero, intento pensar en algo significativo que decirle a la madre Teresa en los dos minutos que voy a estar con ella.
Me detengo frente a ella. Sus ojos parpadean y se estrechan mientras me lanza una sonrisa.
—¿Cómo se siente? —le pregunto en tono vacilante.
—Deja que te bendiga, hija —me responde con voz débil.
Cuando apoya su mano sobre mi cabeza, siento un estremecimiento leve pero poderoso. Sorprendida, miro el rostro de la madre y una sensación de calidez me recorre todo el cuerpo. Ella me mira a los ojos, y de pronto estoy llorando. No encuentro palabras para describirlo, pues nunca antes había tenido una sensación así.
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Intento hablar, pero me quedo de pie frente a ella sin decir nada. No puedo explicar esta experiencia maravillosa. La madre Teresa me bendice en silencio, y entonces estiro el brazo para asir su mano. Se siente delgada y fría; ella deja que se la sostenga un momento.
—Gracias —consigo decir haciendo un gran esfuerzo.
Me doy cuenta de que se me ha agotado el tiempo, así que me doy vuelta y bajo las escaleras corriendo.
Sharon sigue esperando en la banca. No nos decimos nada. Nos pasaremos el resto del día conversando sobre nuestra experiencia. Nos haremos amigas, y ella me alentará para que haga trabajo voluntario en el orfanato de las MC hasta que empiece mi carrera como periodista. Nos escribiremos cartas a lo largo de los años siguientes, hasta que la vida nos separa… es decir, hasta que pierdo su dirección mientras me mudo a Nueva Delhi.
Pero atesoramos aquel momento. Nos abrazamos breve pero espontáneamente, abrumadas por la experiencia que vivimos. Seguimos sentadas en la banca un rato más sin decir nada. Somos dos extrañas, de mundos muy diferentes, pero nos une la experiencia que compartimos: el momento en que la madre Teresa entró en nuestra vida y nos bendijo.
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