Una vida de récords

Lo que podemos aprender de una superatleta nonagenaria. 

Olga Kotelko fue una atleta canadiense que ganó unas 750 medallas de oro participando en los Juegos Mundiales Masters en su categoría de edad. Empezó a competir a los 77 años y no se detuvo hasta junio de 2014, cuando falleció a causa de una hemorragia cerebral, a los 95 años. A lo largo de su carrera impuso unos 50 récords mundiales en pruebas individuales (37 de ellos siguen vigentes). Aquí presentamos algunas lecciones de su vida, narradas en el libro de Bruce Grierson What Makes Olga Run?, publicado antes de que ella muriera.

Ya no resulta extraño ver atletas mayores. En los maratones de las grandes ciudades participan valientes corredores de pelo blanco que reciben un alud de aplausos cuando cruzan la línea de meta, exhaustos. Pero Olga Kotelko es especial. Desde que cumplió 90 años, se ha convertido en un problema para los organizadores de torneos internacionales de atletismo. Ella sola representa una categoría: no hay muchas otras nonagenarias contra las que pueda competir.

Tras jubilarse como maestra de escuela en 1984, Olga se unió a una liga de softball; luego, en 1996, a sus 77 años, empezó a practicar el atletismo. Aunque es una mujer menuda (mide 1.52 metros de estatura y pesa unos 57 kilos), tiene una energía asombrosa. Compite en 11 pruebas —entre ellas salto de altura, salto de longitud y carreras—, y ha establecido marcas mundiales en torneos celebrados en Estados Unidos, Australia, Finlandia, Brasil y otros países. En total ostenta más de 30 récords mundiales en su categoría de edad.

Olga es la séptima de 11 hijos de un matrimonio de granjeros ucranianos que se afincaron en Vonda, un poblado de la provincia canadiense de Saskatchewan. Pero no son sus genes ucranianos lo que la mantiene tan sana y fuerte, ya que es la única de los hermanos que sobrevive. Tampoco su longevidad es producto de una vida cómoda y sin preocupaciones. Huyó de un esposo golpeador en 1956, cuando estaba embarazada de su segunda hija. Se estableció cerca de Vancouver, en Columbia Británica, donde consiguió empleo en una fábrica, y en las noches iba a la escuela para obtener un título de maestra. Su hija mayor cayó enferma y murió en 1999, a los 53 años de edad.

Olga es una mujer extraordinaria y sus logros son incomparables; sin embargo, hay muchas cosas que podemos aprender de ella y de sus compañeros atletas en cuanto a estilo de vida. ¿Podemos ser como ella? La respuesta es probablemente no. Ahora bien, ¿podemos parecernos un poco a ella? Por supuesto que sí. 

“Creemos que la longevidad está determinada en 70 o 75 por ciento por el estilo de vida”, dice la genetista Angela Brooks-Wilson, quien ha hecho estudios con personas sanas de más de 85 años. Es cierto que algunos de los factores de longevidad no dependen de nosotros; por ejemplo, ayuda ser mujer y haberse criado en el seno de una familia bien acomodada en un país desarrollado. No obstante, hay muchos factores de estilo de vida que sí podemos controlar. 

Si hay algo que pueda favorecer la calidad de vida de toda persona mayor de 65 años, es esto: sudar a diario, de maneras distintas y al lado de otras personas. Numerosos estudios vinculan el ejercicio y las relaciones sociales con la felicidad, la salud, la energía, el sueño reparador y, desde luego, con la longevidad. Pero “sudar” es lo que puede resultar determinante para tener una larga vida.

¿Dar paseos a pie o en bicicleta podría servirnos? Claro que sí. Pero es el esfuerzo extra, hasta empezar a transpirar, lo que rinde los mejores frutos. En otras palabras, caminar en un parque está muy bien, pero si aspiras a más, necesitas generar sudor, endorfinas y un poco de adrenalina.

Al hablar con Olga y con algunos otros atletas mayores profesionales en los últimos años, me he dado cuenta de que, además de hacer mucho ejercicio, tienen varias cosas en común. No me refiero a hazañas en las pistas ni a factores genéticos determinantes, sino a cosas que tanto tú como yo podemos hacer para parecernos un poco a Olga. Algunas de esas cosas son obvias, como comer mejor (Olga no lleva ninguna dieta especial, pero toma mucha agua), cepillarse los dientes y usar hilo dental. Además del ejercicio, entre los hábitos clave que promueven la vitalidad, la longevidad y la felicidad se cuentan éstos:

Establece rutinas.Las rutinas se relacionan con el éxito académico y el logro de objetivos, y parecen cobrar más importancia a medida que envejecemos. Al regirnos por costumbres y hábitos, disponemos de más energía cerebral para hacer las cosas que más nos importan. Pero las rutinas también pueden ser un arma de doble filo. Una vida rutinaria implica poco estrés, pero también poco crecimiento personal. Hay que tratar de emprender actividades nuevas y desafiantes, pero sin que nos abrumen.

Olga tiene algunas rutinas, entre ellas comer un tazón de avena todas las mañanas, ejercitarse a diario, dormir bien todas las noches e ir a misa los domingos. Pero a veces se aparta de ellas. Cuando surge la oportunidad de probar algo nuevo, su primer impulso es decir “¡Sí!” Por eso ha competido en decenas de países, desde Australia hasta Finlandia.

No te desgastes. Una estrategia clásica de gestión empresarial establece que uno debe identificar el 20 por ciento más importante de cada tarea y poner el 80 por ciento del esfuerzo en ella. Olga dice que intenta dar lo mejor de sí en todas las competencias en que participa, pero lo cierto es que sólo en las más importantes se esfuerza al máximo.

La capacidad de establecer prioridades ha permitido sobrevivir a nuestra especie, y controlar el estrés es fundamental para aumentar nuestro potencial de longevidad. Nuestros antepasados “se ponían en actividad cuando tenían que hacerlo”, señala William Meller, profesor de medicina evolutiva en la Universidad de California en Santa Bárbara. Pero siempre que podían ahorrar esfuerzos, lo hacían. Olga escucha a su cuerpo, y si percibe que algo en él está mal, hace una pausa y deja que su cuerpo se recupere. Tiene momentos para correr y momentos para relajarse en una tina de agua caliente.

Ayuda a otros. Hacer el bien te levanta el ánimo, y es saludable para ti, para tu familia y para tu comunidad. Estamos programados para “reconocer a los extraños que nos pueden ayudar a salir de una situación difícil”, revela un reciente estudio realizado por la Universidad de California en Berkeley. Y no es una coincidencia que hacer trabajo voluntario esté relacionado con la longevidad: produce satisfacción, refuerza la confianza y la autoestima, y ayuda a generar lo que los japoneses llaman ikigai, o la creencia de que siempre hay algo por lo que vale la pena vivir. 

Cree en algo. La fe es un rasgo de temperamento que se distingue por “la tendencia a afrontar con optimismo las dificultades, a ver los puntos oscuros de la vida como tareas necesarias”, según lo define el psicólogo estadounidense James Fowler. Las personas que creen en algo tienden a salir bien en casi todo lo que emprenden. Es mejor tener fe en algo que no creer en nada, si bien el grado de fe puede variar con el paso del tiempo. En promedio, los creyentes viven dos años más que los no creyentes. Pero lo que importa no es aquello en lo que crees, sino la fe en sí misma, la convicción de algo. Una idea o una filosofía —como la justicia social— puede sustituir la fe religiosa. El poder de la fe es realmente el poder de los propósitos.

Haz algo que te divierta. El “yo debo” no funciona; sólo el “yo quiero” da resultado. Así que piensa en alguna actividad que desees realizar —montar en bicicleta, correr, jugar tenis, etc.— y empréndela. Tal vez un día te encuentres haciendo algo difícil, que exija esfuerzo, y lo harás porque te gusta cómo te sientes al hacerlo. Descubrirás que realmente lo disfrutas y tenderás a repetirlo una y otra vez. Así es como Olga empezó.

Comienza ya. Hay muy buenas noticias para todas las personas que han abandonado el hábito de hacer ejercicio pero que conservan la esperanza de volver a ponerse en forma: nunca es demasiado tarde para empezar a quemar calorías si ya llegaste a la edad madura, siempre y cuando lo hagas poco a poco. En cierta forma, la madurez es el mejor momento: estamos descansados, ansiosos y listos. Nuestro cuerpo, del cual nos hemos despreocupado, nos está susurrando: “Vamos a reencontrarnos”. Así que, ¡hagamos eso!

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