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Venecia secreta

Es una de las ciudades más visitadas del mundo, pero, según nuestro guía, hay mucho en ella que los turistas se pierden

Cada vez que visito venecia su belleza vuelve a cautivarme. Lo que me fascina de esta esplendorosa ciudad es que su magnificencia lleva aparejada una sutil melancolía. Uno de sus emblemas es, por supuesto, el Gran Canal, al que el pincel de Canaletto hizo famoso, con sus suntuosos palacios y sus aguas verde jade. Pero es también una ciudad construida sobre arenas movedizas en medio de mareas traicioneras, un lugar habitado por la niebla y los fantasmas, y, para el paseante curioso e inquieto, un sitio lleno de misterios y sorpresas.

Como todo visitante que llega a la bulliciosa estación ferroviaria Santa Lucía, me dispongo a explorar la ciudad siguiendo las señales que conducen al Puente de Rialto. Si ésta hubiera sido mi primera visita a Venecia, habría ido desde el Rialto hasta la Plaza de San Marcos, el Palacio Ducal, el Puente de los Suspiros y el muelle Riva degli Schiavoni, con sus imponentes vistas. Pero hoy tengo intención de disfrutar de algunas de las atracciones menos conocidas de este sitio. Tras cruzar el Puente de las Agujas, y mientras los turistas inundan la primera de una serie de calles repletas de tiendas de recuerdos, doblo a la izquierda. Paso junto a un puesto de pescado en la fondamenta (“muelle pavimentado”) y me adentro en otro mundo.

Más de una tercera parte de los venecianos habita en el sestiere (“distrito” o “barrio”) de Cannaregio; allí hacen sus compras, se cuentan chismes y sacan a pasear a sus perros. Aunque es una ciudad inhóspita para estos animales, los venecianos aman a los canes con verdadera pasión.

En el Cannaregio hay mil sorpresas. Por el segundo callejón de la derecha se llega al Ghetto, una zona donde se obligó a vivir a los judíos a comienzos del siglo XVI, durante la República Veneciana. Siguiendo ese callejón, veo una placa que advierte a los judíos de no denostar el cristianismo “so pena de sufrir el cepo, la prisión, las galeras y el látigo”. El Ghetto atrae a algunos turistas e incluso cuenta con varias tiendas que venden de todo, desde menorás (candelabros de siete o nueve brazos) hasta tapones de botellas de vino elaborados con el colorido vidrio soplado que se produce en la isla de Murano.

Pero pasando el Rio della Misericordia, o Canal de la Piedad, que discurre por el Ghetto, se encuentra una zona más tranquila, donde las góndolas turísticas rara vez se aventuran y donde el sonido más fuerte que se oye la mayor parte del año es el de las gaviotas peleando por comida.

Estoy buscando un tesoro escondido. Los pocos que llegan a toparse con la Iglesia de Sant’Alvise, una construcción del siglo XIV, difícilmente se detienen a visitarla, pero lo harían si supieran que en el presbiterio, oculto a un costado del altar, se pueden ver tres magníficas obras de Giambattista Tiepolo, el gran pintor rococó del siglo XVIII.

Sant’Alvise ostenta una peculiaridad arquitectónica. Los artistas que pintaron el techo utilizaron escorzos para crear la sensación de que las columnas se elevan hasta el cielo. Pero algo les falló. A menos que uno se pare justo en el centro de la nave, las columnas del otro lado parecen inclinarse en la dirección incorrecta.

En el fondo de la iglesia hay una serie de paneles pintados al temple que ilustran escenas del Antiguo Testamento. En uno de ellos hay un detalle sorprendente: un hombre con atuendo de potentado sentado bajo un dosel de tela. Se trata de una singularidad tan notoriamente no europea, que sólo pudo haber sido pintada por alguien que haya visto un cuadro traído de Oriente.

Más que cualquier otro de los estados que conformaron Italia antes de su unificación en el siglo XIX, Venecia —que fue independiente durante más de 1,000 años— siempre miró hacia el este: a Oriente Medio, Persia y más allá. La ciudad muestra influencias árabes y orientales en todo, desde su arquitectura hasta su joyería.

Retrocedo hasta la Fondamenta della Sensa y, caminando hacia el este, llego al Campo dei Mori, o Plaza de los Moros, llamada así por tres figuras esculpidas con turbantes y togas dispuestas en nichos abiertos. Muy erosionados por los elementos (ya perdieron la nariz original), estos “moros” son un misterio. La explicación más común es que representan a tres hermanos, comerciantes de seda y especias, que llegaron a Venecia en el siglo XII como refugiados desde su tierra natal, Morea, nombre medieval de la península griega del Peloponeso. Pero, si fuera así, ¿por qué usaban ropa oriental? ¿Y por qué hay un cuarto “moro” a la vuelta de la esquina, cerca de la casa del hijo más famoso del Cannaregio, el pintor renacentista Tintoretto? El nombre real de éste, descubierto hace poco, es otro eco de los nexos comerciales de Venecia con Oriente. Su apellido era Comin, que significa comino.

Cerca de allí, las representaciones del Juicio final y de la Adoración del becerro de oro de Tintoretto se alzan unos 15 metros hasta el techo abovedado de la Iglesia de la Madonna dell’Orto. Antes de ir a admirar estas obras, del otro lado del Rio della Madonna dell’Orto, me vuelvo a mirar la fachada de la casa que, según se cuenta, los hermanos de Morea se mandaron construir. Lo que veo sólo profundiza el misterio de sus primeros ocupantes: un bajorrelieve de un hombre con un camello.

Detrás de la Iglesia de la Madonna dell’Orto hay una parada del vaporetto (autobús acuático). Necesito tomar el número 4.2 para llegar a la Fondamenta Nove.

—Nos encanta confundir a los extranjeros —me dice un veneciano mientras esperamos en el pontón.

No sólo algunas de las rutas del vaporetto tienen punto decimal, sino que las casas están numeradas de acuerdo con el sestiere al que pertenecen, sea cual sea la calle o el canal donde se encuentren.

 

Después de beber un espresso macchiato para recobrar los bríos, tomo el vaporetto número 12 a la isla de Burano, cuyas casas están pintadas de todos los colores, y luego el número 9 a la isla de Torcello, donde retrocedo en el tiempo.

Torcello hoy está prácticamente deshabitada, pero hay algunos restaurantes a lo largo del andador que recibe a quienes llegan en el vaporetto. Sopla un viento frío y se oyen los chillidos de las gaviotas. Decido que es hora de almorzar y entro en la Osteria al Ponte del Diavolo en busca de un humeante plato de pasta: spaghetti al nero di seppie (“espaguetis con tinta de sepia”), el manjar más tradicional de Venecia. Es una delicia.

Para mucha gente, Venecia es un grupo de islas alrededor del Rialto que parecen formar una sola isla grande con forma de pez, pero también comprende a las otras islas de la laguna veneciana, y hubo un periodo de la historia en que Torcello fue la más importante y poblada de todas.

Tras la caída del Imperio Romano de Occidente, las tribus germánicas invadieron la península Itálica, lo que provocó que oleadas de hombres y mujeres huyeran y se refugiaran en la laguna. La mayoría de ellos se afincó en Torcello, y se convirtieron en súbditos del único imperio “romano” que quedaba, el de Oriente, cuya capital era Constantinopla, o Bizancio [la actual Estambul, Turquía].

Cuando, en el año 639, los habitantes de Torcello construyeron una catedral en la isla, y en 1008 la basílica que hasta hoy existe, gran parte de la decoración era del estilo de las iglesias cristianas de Oriente. Ninguna foto logra hacer justicia a la magnificencia de los mosaicos de la basílica: la Virgen y el Niño, detrás del altar, y el Juicio Final, en la pared trasera.

Durante años la torre del campanario de lo que ahora es la Basilica di Santa Maria Assunta estuvo cerrada por obras. En 2014 la reabrieron, así que, con la energía que me dio la pasta, subo al campanario. Una vez allí, me encuentro completamente solo. En medio de un silencio interrumpido sólo por el aullido del viento, recorro Torcello con la mirada, sus campos y huertos flanqueados por arroyos y unidos por desvencijados puentes de madera. No parece muy diferente a como debe de haber sido allá por el siglo VII.

 

Me hospedo en la giudecca, la isla con forma de anguila situada bajo el vientre del “pez”. En la temporada baja, este lugar les pertenece a los venecianos más aún que el Cannaregio. Aquí viven los carteros, los recolectores de basura, los bomberos y los empleados de los hoteles de la ciudad. La Giudecca también se encuentra en vías de volverse otro atractivo turístico. Hay varias galerías de arte a lo largo del muelle orientado hacia la isla principal de Venecia. Una de ellas acaba de abrir y lo está celebrando con una fiesta.   

Al caminar me topo con el hostal Generator, que antes era un depósito de granos. El bar tiene una atractiva decoración que recrea la primera mitad del siglo XX. Es perfecto para tomar un aperitivo antes de cenar. Pido un favorito de los venecianos, un Aperol spritz (vino Prosecco con licor Aperol y agua mineral), que combina bien con los frutos secos y las aceitunas que me ofrece el mesero.

Al día siguiente pienso en visitar la isla de San Lazzaro degli Armeni, pero como sólo se puede llegar allí en un vaporetto que hace un solo viaje al día, a las 3:10 de la tarde, decido ir primero a la parte de Venecia donde se celebra la Bienal, la exposición internacional de arte contemporáneo de la ciudad. En los jardines cercanos se puede ver un magnífico invernadero del siglo XIX, el Serra dei Giardini, que hoy funciona como vivero, cafetería y restaurante.

Continúo mi recorrido y llego a una plaza donde convergen callejones que lucen ropa colgando de los balcones. Paso junto a una casa que tiene un santuario en un costado. Las cortinas son de encaje y, dentro, entre macetas con flores, hay una figura de la Virgen de evidente influencia bizantina.

Tomo el vaporetto hacia la Plaza de San Marcos, pero me bajo luego de dos paradas. Pasando el hotel Pensione Wildner, donde el novelista estadounidense del siglo XIX Henry James terminó de escribir Retrato de una dama, se encuentra la Calle de la Pietà. Muy pocos turistas notan la ranura para limosnas de la base del bajorrelieve de la Virgen y el Niño que hay allí, y menos aún notan el trozo de madera que sobresale arriba de la puerta verde de la derecha, en un muro del Hotel Metropole; ese trozo era parte de una antigua puerta giratoria que alguna vez se usó con un propósito triste: era un torno de expósitos, en el que las madres abandonaban a sus bebés no deseados para que fueran criados por monjas.

Más adelante se encuentra lo que alguna vez fue el barrio griego. Tras dar varias vueltas llego a otro puente, donde doblo a la izquierda y me dirijo por la orilla del Rio dei Greci hasta la espléndida Iglesia Ortodoxa de San Giorgio. Junto a ella hay un museo iconográfico; sus imágenes fueron rescatadas de Constantinopla cuando la ciudad cayó en manos de los turcos, y la más antigua data del siglo XV.

 

A las 15:10 en punto tomo el vaporetto número 20 para ir al último sitio de mi recorrido: la isla de San Lazzaro degli Armeni. Alguna vez colonia de leprosos, la isla fue puesta a disposición de una orden de monjes católicos armenios que huyeron de Morea en 1717, cuando los turcos tomaron su monasterio.

El museo del monasterio conserva artefactos de la civilización perdida de Urartu, un manuscrito en lengua ge’ez, ya extinta, y una espada del último gobernante del semiolvidado reino armenio de Cilicia.

Al final de mi visita, bajo el techo de mosaico turquesa de la iglesia, le pregunto al barbado monje que ha hecho de guía de dónde es.

—De Kassab, Siria —responde—. Alguna vez fue parte del reino de Cilicia. Hoy es un día muy triste para mí. Hace un año los yihadistas tomaron Kassab y expulsaron a la población cristiana. Saquearon la ciudad y profanaron el cementerio.

Aún hoy, en Venecia resuenan ecos distantes de Oriente.

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