El cerebro regula una gran cantidad de funciones esenciales para la supervivencia; sin embargo, la mente sigue siendo un misterio inextricable.
En el Hospital Infantil de Alberta, Canadá, la doctora Nivez Rasic, la psicóloga clínica Melanie Noel y otros expertos usan un método innovador para ayudar a los pacientes a lidiar con el dolor intenso crónico. En su programa intensivo de seis semanas de duración, el cerebro es la clave para llevar una vida funcional.
Rasic: “Atendemos pacientes jóvenes que tienen dolor intenso e incapacitante. Todos los días reciben fisioterapia y sesiones de psicoterapia individual y de grupo que abordan diferentes aspectos relacionados con el dolor: ansiedad, sueño y miedo. Dedican a este tratamiento siete horas al día, cinco días a la semana.
”Algunos de estos pacientes han sufrido dolor durante tanto tiempo, que su percepción de él se altera. Su cerebro tiene que acostumbrarse al hecho de que cuando hacen ejercicio, ya sea montar en bicicleta, caminar o jugar futbol, lo que experimentan son las sensaciones normales asociadas con el ejercicio, y no dolor”.
Noel: “Podemos decir que un paciente está mejor cuando es capaz de ir a la escuela o salir con sus amigos, y ahora tenemos datos de imágenes neuronales fascinantes que llevan a eso. Esto demuestra que en realidad influimos en la manera como las zonas del cerebro se comunican unas con otras. Nuestros tratamientos consiguen alterar las conexiones cerebrales.
”Cuando el dolor se hace crónico, algunos pacientes llegan a evitar hacer cosas que hacían antes. En los niños y en algunos adultos suele observarse también una sensación de miedo. ‘No quiero caminar por la calle porque me duele, y eso me asusta’, dicen.
Estamos cambiando eso al nivel neurológico a través de nuestros tratamientos. Con sólo enseñar a la gente a pensar en el dolor de forma distinta puede cambiar tanto la intensidad del dolor que sienten como el cerebro mismo”.
Desde los nueve años Katya sufría de un dolor de rodilla que se agravó con el tiempo. A los 11 años, esta joven biatleta apenas podía caminar y necesitaba morfina para dormir. Un reumatólogo la refirió al programa, que inició en mayo de 2013.
“¿Conoces esa sensación de que tu pie se queda dormido y tienes que sacudirlo para que despierte?”, dice Katya. “Es algo así, pero en todo el cuerpo. Y si me pego en un dedo del pie cuando mi dolor nervioso está activo, lo siento 10 veces más fuerte de lo normal.
”El programa incluía mucha psicología del dolor. Teníamos libretas en las que anotábamos frases que nos ayudaban a replantear lo que sentíamos. Una que aún me funciona es: ‘Tú vales mucho. En verdad eres valiosa. Es increíble lo mucho que vales’. Incluso me ayudó saber que no era la única, que mi dolor no era algo imaginario.
”El objetivo del programa era darme herramientas y conocimientos para poder manejar el dolor. En diciembre de 2015 corrí mi primera carrera con poco o ningún dolor.
Llegué en último lugar, pero me sentí como si hubiera ganado la Copa del Mundo. Las personas usan distintas estrategias; yo escucho música antes de una carrera, escucho una y otra vez la misma canción y la uso para distraerme. Antes de entrar al programa, mi nivel de dolor era de 10 en una escala del 1 al 10; ahora es de unos 3, en promedio”.
La lección: “Solemos pensar en el dolor como una entidad física que no podemos controlar, pero nuestra forma de pensar en él y sentirlo puede cambiar nuestra experiencia”, dice Noel. “Y cuanto antes se intervenga, mayor la probabilidad de evitar que el dolor crónico se vuelva un problema en la edad adulta”.
Norman Doidge es un psiquiatra y psicoanalista residente en Toronto, Canadá, que escribe libros sobre la capacidad del cerebro para cambiar su estructura y funciones. En su libro de 2015 The Brain’s Way of Healing: Remarkable Discoveries and Recoveries From the Frontiers of Neuroplasticity, analiza la recuperación de Gabrielle, una mujer que se sometió a una nueva forma de fototerapia cerebral.
“En diciembre de 2011 Gabrielle se acercó a mí al final de una conferencia en Toronto”, cuenta Doidge. “Me dijo que había tenido un tumor maligno en una zona contigua al tallo cerebral.
Se lo extirparon, y eso le salvó la vida, pero quedó con síntomas incapacitantes: náuseas, pérdida de equilibrio, cansancio crónico y dificultad para tragar y para caminar. Ella había leído y escrito música toda su vida, así que desarrolló una hipersensibilidad extraordinaria al sonido.
”Sabemos que ciertas frecuencias de luz roja e infrarroja tienen un efecto en las estructuras intracelulares llamadas mitocondrias, que usan esa energía para activar células inactivas.
”Para curar su cerebro, el médico de Gabrielle le prescribió el uso de almohadillas terapéuticas de 100 o más leds (diodos emisores de luz) sobre la nuca. Al cabo de tres semanas de tratamiento, Gabrielle ya podía concentrarse y hacer varias cosas al mismo tiempo.
La vi 11 semanas después, en un concierto de Beethoven, escuchando una orquesta sinfónica. Dos meses antes, apenas soportaba la música de ascensor. La vi caminar por la sala con soltura, y supe que estaba en vías de recuperación.
”Aún no está al 100 por ciento. Le extirparon una parte del cerebro, pero volvió a la normalidad. Antes, realizaba una actividad por espacio de una hora y luego tenía que guardar cama durante varios días. Ahora, se ha unido de nuevo a su coro y puede bailar”.
La lección: “Hay esperanza para las personas aquejadas de lesiones cerebrales”, dice Gabrielle. “No tienen que resignarse a una nueva normalidad; pueden recuperar la vida normal que llevaban”.
En un estudio suizo realizado en 2015, los sujetos vieron cómo recibían descargas eléctricas otros miembros de su grupo social y personas de un grupo diferente. Los escaneos cerebrales revelaron que cuando los observadores presenciaban el dolor de un extraño tendían a registrar una menor actividad en la zona correspondiente a la empatía que cuando veían sufrir a una persona que conocían.
Pero cuando pensaban que habían recibido ayuda del otro grupo (en este caso, les dijeron que un miembro del mismo había pagado para cancelar una descarga eléctrica que iba a recibir alguien de su grupo), la brecha de la empatía empezó a reducirse.
Bastaron unas cuantas experiencias positivas con un miembro del otro grupo para que aumentaran notablemente las respuestas compasivas del cerebro.
La lección: Aunque sientas indiferencia por alguien, unas cuantas interacciones constructivas pueden fomentar tu compasión hacia él.
Rebecca Saxe, profesora de neurociencias cognitivas en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, se especializa en la teoría de la mente.
Mientras estudiaban qué saben las personas ciegas sobre la visión, ella y sus colegas hicieron un hallazgo: las zonas del cerebro asociadas con la visión, que se encuentran en estado latente en las personas con discapacidad visual, pueden asumir una nueva función: en el procesamiento del lenguaje.
“En 1994 hicimos escaneos cerebrales a personas ciegas mientras leían en braille, y observamos que su corteza visual no se había atrofiado totalmente”, dice Saxe. “Leer en braille plantea un problema espacial, y eso ocurre con la visión”. Una persona ciega tiene toda esa corteza disponible, y le sirve para distinguir relaciones espaciales cuando afronta un problema que requiere esa habilidad.
”Luego escaneamos a personas ciegas mientras realizaban una tarea de comprensión verbal. Cuando uno oye una frase, la actividad neuronal se propaga rápidamente por el hemisferio izquierdo. Nuestros datos mostraron que la corteza visual responde al lenguaje. Fue un hallazgo sorprendente.
Las respuestas cerebrales eran las esperadas en una persona con vista normal que mira una imagen brillante, pero fueron generadas por una persona ciega al escuchar una frase.
Fue uno de los ejemplos de plasticidad más impresionantes que hemos visto: una región del cerebro asumiendo un conjunto de funciones completamente nuevas que por lo general le son ajenas”.
La lección: “Cuando un adulto sufre una apoplejía u otro daño cerebral masivo, suele perder el habla”, dice Saxe. “Si pudiéramos hacer que otras regiones del cerebro asumieran algunas de las funciones afectadas, encontraríamos el Santo Grial del tratamiento de la apoplejía”.
En un estudio realizado en 2015 por psicólogos de la Universidad de Nueva York, los sujetos identificaron imágenes de dos clases: animales o herramientas. Tras una pausa, identificaron nuevos animales y herramientas, sólo que esta vez recibieron una descarga eléctrica después de ver imágenes de una clase.
En una evaluación posterior, los investigadores esperaban que los participantes recordaran las imágenes asociadas con la descarga (las herramientas, digamos) mejor que las otras. Para su sorpresa, los sujetos también recordaron mejor las fotos de las herramientas que habían visto antes de recibir descargas.
Esto indica que nuestro cerebro es capaz de actualizar los recuerdos previos con nueva información esencial.
“Sabíamos por estudios anteriores que las experiencias emocionales se recuerdan mejor que las triviales o aburridas, pero lo que no sabíamos es que las emociones al parecer nos hacen retroceder al pasado para aumentar las probabilidades de que recordemos cosas triviales”, dice el investigador Joseph Dunsmoor.
La lección: Las experiencias emocionales incluso pueden fortalecer recuerdos que al principio parecían irrelevantes.
El escritor canadiense R. M. Vaughan ha padecido insomnio desde que era niño, y sobre este tema reflexiona en su libro Bright Eyed: Insomnia and Its Cultures. En su afán por comprender cabalmente su condición, descubrió algunas estrategias interesantes para aprender a aceptarla.
“He padecido insomnio desde que tenía 10 años”, señala. “Se manifiesta como una incapacidad total de desconectar el cerebro. También tengo un trastorno llamado síndrome de piernas inquietas. Aun así, todas las noches me pongo optimista y pienso: Esta noche sí voy a dormir. Nunca lo hago.
”Ayer, por ejemplo, llegué al punto en que estaba casi dormido, pero de pronto fue como si alguien se colara en mi cuarto con una jeringa llena de adrenalina y me la inyectara. Aunque mi cerebro estaba medio dormido, estaba yo pateando y mis músculos se contraían y estiraban.
Me retorcí por varias horas, hasta que mi cuerpo se cansó y dormí alrededor de una hora y media. Luego desperté de nuevo y, como siempre, el ciclo se repitió durante el resto de la noche.
”Hablé con un médico en Islandia que dice que la gente de allí no presenta el trastorno afectivo estacional. Su país está envuelto en la oscuridad durante una buena parte del año, pero él no me habló de fármacos ni de terapias de comportamiento; me contó sobre la acción colectiva acumulada durante siglos de las personas que viven en esas condiciones y ya no les afectan.
Se trata de una cultura que ha creado un lenguaje especial para referirse a la oscuridad invernal. Los islandeses usan palabras como ‘cómodo’ en vez de ‘lúgubre’, y son un pueblo que da prioridad a la comunidad y a la familia.
Durante los meses más oscuros del año, nadie está solo nunca. No significa que estén de fiesta, sino simplemente que todos se hacen compañía.
Los insomnes vivimos frustrados porque nos sentimos muy separados del mundo, pero creo que Islandia nos ofrece una nueva manera de ver las enfermedades crónicas para que las personas que tenemos trastornos neurológicos no nos sintamos tan solas”.
La lección: Vaughan, quien vive la mitad del año en Toronto y la otra mitad en Berlín, añade: “Si vives en una ciudad donde la gente no sale a cenar hasta las 10 de la noche, tener insomnio quizá resulte una ventaja, ya que te ayuda a aclimatarte”. Encontrar un contexto en el que tu problema se convierta en una fuerza puede ayudarte a lidiar con él, e incluso a superarlo.
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