La neurociencia replantea los límites entre la vida y la muerte

El 16 de octubre de 2010, Hassan Rasouli acudió al Hospital Sunnybrook de Toronto para que le extirparan un tumor cerebral. Aunque la cirugía tuvo éxito, el ingeniero, entonces de 59 años, contrajo meningitis bacteriana y entró en coma. En enero de 2011, los médicos de Hassan determinaron que se encontraba en un estado vegetativo persistente, casi sin posibilidades de recobrar la conciencia. Recomendaron retirarle la sonda que lo alimentaba y el ventilador que le ayudaba a respirar.

La familia Rasouli, que había emigrado de Irán seis meses atrás, quedó conmocionada. A Mojgan, la hija, de 29 años, y a su hermano Mehran, de 23, les costaba mucho trabajo dejar ir a su padre. ¿En realidad no había ninguna esperanza? Los médicos presionaron mucho a la esposa, Parichehr Salasel, para que tomara una decisión. Como médica que era en su país natal, se negó a darse por vencida. “Todos seguíamos sintiendo su presencia”, dice Mojgan.

Sin embargo, en Canadá, los protocolos para poner fin a la vida son intrincados. Para desconectar al paciente es necesario el consentimiento de un responsable sustituto —en este caso, la esposa de Hassan—. Pero si los médicos creen que hay una justificación ética para permitir que muera un paciente, pueden recurrir a un tribunal especializado y obtener permiso para interrumpir el tratamiento de prolongación de la vida.

Los doctores de Hassan insistían en que él estaba sufriendo innecesariamente, y que estaban listos para hacer lo más conveniente. Los Rasouli obtuvieron una orden de la corte que confirmaba su derecho a decidir la suerte de Hassan, pero los médicos apelaron. Como perdieron la apelación, presentaron el caso ante la Suprema Corte.

Lo inesperado ocurrió

Hassan empezó a mostrar mejoría. El verano pasado parpadeaba al oír palabras en farsi y, según Mojgan, podía saludar, aunque débilmente, con el pulgar levantado. El departamento de neurología del Hospital Sunnybrook lo revaloró y lo ascendió a la categoría de mínimamente consciente. Aun así, los médicos prosiguieron con su caso, en espera de que una victoria acarreara cambios en los protocolos para mantener la vida.

Con los alegatos de la corte en el horizonte, Mojgan, estudiante de maestría en planeación urbana, se preguntaba si existirían pruebas más concretas del estado de conciencia de su padre.

En enero del año pasado, Mojgan se topó con un artículo de Adrian Owen, un neurocientífico de 46 años de la Universidad de Cambridge. Durante 15 años, Owen había estado usando aparatos de imágenes obtenidas por resonancia magnética funcional (IRMf) —que registran el flujo sanguíneo para medir la actividad cerebral— en un intento por confirmar el estado de conciencia de los pacientes comatosos.

Durante un estudio de 2010, el neurocientífico colocó a 54 pacientes en su escáner y les pidió que imaginaran que jugaban al tenis, y después que hacían un recorrido por sus casas, tareas que generan patrones sumamente distintos en las IRMf. De los 54 pacientes, cinco fueron capaces de responder a las instrucciones de Owen.

Uno de sus casos más exitosos —un joven de 22 años identificado como “Paciente 23”, que había permanecido en estado vegetativo tras un accidente automovilístico— ejecutó tan bien la tarea que fue capaz de responder a preguntas sencillas al pensar en el tenis como “sí” y en su casa como “no”. Fue un descubrimiento sorprendente: Owen se estaba comunicando con un hombre a quien muchos habrían dado por muerto.

La mente de Mojgan galopó al buscar el nombre de Owen en Google. Entre los resultados de la búsqueda encontró un anuncio: Owen se había trasladado a la Universidad de Ontario Occidental en Londres, apenas a dos horas en auto desde Toronto. Tres meses más tarde, el neurólogo se encontraba en el Hospital Sunnybrook interrogando a la familia sobre el estado de Hassan. Tras obtener el permiso del hospital y una referencia por parte del médico de Hassan, Owen lo colocó en un escáner.

Según Mojgan, Owen telefoneó dos semanas después para darles una buena noticia: su padre mostraba indicios de tener conciencia. Expuso que, aun cuando no había ocurrido nada al pedirle a su padre que imaginara caminar por su casa, emitió una débil señal cada vez que se le pidió que imaginara jugar al tenis. Para Mojgan y su familia, fue un momento de indescriptible confirmación.

“Basta con que un paciente supuestamente vegetativo muestre una respuesta así para saber que hay otras más en algún lado”, dice Owen, sentado en su oficina de la universidad. Él decidió trasladar la mayor parte de su equipo a Ontario luego de que la universidad le ofreció la Cátedra Canadiense de Investigación de Excelencia en Neurociencia e Imágenes Cognitivas, puesto que se acompaña con un financiamiento de 20 millones de dólares.

“Una vez que nos establecimos allí pudimos revelar que había conciencia en pacientes que llevaban años postrados”, añade. “Seguir con la investigación fue una decisión fácil de tomar”.

Los trastornos de la conciencia se evalúan usando la Escala de Recuperación del Coma Revisada (ERC-R), que establece una variedad de indicadores conductuales para determinar la gravedad. Comienza con los “encerrados”: aquellos que están despiertos y conscientes, pero que sólo pueden comunicarse por medio de pequeños movimientos, como mover un dedo.

Les siguen los “mínimamente conscientes”: pacientes que a veces reaccionan ante estímulos auditivos, visuales o táctiles, pero que de otro modo permanecen sin responder.

Por último están los “vegetativos persistentes”, quienes no muestran señales de conciencia. Por lo general, estos individuos permanecen “almacenados” en el área de cuidados intensivos y nunca se les dan las oportunidades de comunicarse reservadas para aquellos con daños menos graves, lo que lleva a los familiares a considerar la opción de terminar con la vida de los pacientes.

En otras palabras, el diagnóstico puede significar la diferencia entre la vida y la muerte.

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