Una tarde de febrero de 2011, Kelly Dwyer se puso las raquetas de nieve y salió a caminar por un sendero que pasaba al lado de un dique de castores, cerca de su casa en Hooksett, Nuevo Hampshire, sin pensar que su vida estaría en peligro. Horas después, la maestra de 46 años de edad aún no regresaba y David, su esposo, estaba preocupado. Tomó su teléfono celular y una linterna, y les dijo a sus dos hijas que saldría a buscar a su mamá.
Gritaba el nombre de Kelly conforme se dirigía al dique. Entonces escuchó unos gemidos. Mientras telefoneaba a su hija Laura, de 14 años, para pedirle que llamara al número de emergencias, corrió hacia el origen del sonido.
Su linterna pronto iluminó a Kelly: estaba sumergida hasta el pecho en un agujero en el hielo. Cuando David la rodeó con sus dos brazos por detrás para mantener su cabeza fuera del agua, Kelly cayó inconsciente.
En el momento en que llegaron los equipos de rescate, la temperatura corporal de la mujer rondaba los 20 grados Celsius. Antes de poder entrar a la ambulancia, su corazón se detuvo. Los rescatistas iniciaron la reanimación cardiopulmonar, procedimiento que los médicos continuaron durante tres horas en un hospital cercano.
Calentaron su cuerpo helado. No hubo respuesta. Ni siquiera la desfibrilación logró reanimar su corazón. David supuso que la vida de su esposa se desvanecía y que la había perdido para siempre.
Un médico la llevó rápidamente al Centro de Salud Católico, donde un nuevo equipo la conectó a una máquina de derivación cardiaca que calentaba, filtraba y oxigenaba su sangre con mayor intensidad y la hacía circular rápidamente por el cuerpo.
Por fin, la temperatura de Kelly volvió a subir. Después de haber pasado cinco horas clínicamente muerta, los médicos apagaron la máquina y su corazón empezó a latir de nuevo.
En un hecho insólito, Kelly Dwyer salió del hospital dos semanas después, con apenas algunos daños menores en los nervios de las manos.
Por lo general, tras unos minutos sin pulso, las células del cerebro empiezan a morir y se inicia un proceso irreversible y letal. Pero cuando el organismo se enfría antes de que el corazón se detenga, el metabolismo se ralentiza.
El cuerpo ocupa tan poco oxígeno que puede permanecer en un estado de suspensión durante horas sin sufrir daño celular permanente.
Gracias a los avances tecnológicos (como la máquina de derivación cardiaca que salvó la vida de Kelly), las probabilidades de volver del borde de la muerte cada vez son mayores.
De hecho, son tan altas que un puñado de científicos y expertos médicos de todo Estados Unidos está buscando formas de suspender la vida para poder realizar cirugías sin correr el riesgo de que un paciente traumatizado muera desangrado o para evitar daño en los tejidos durante el tratamiento de padecimientos cardiacos.
El Departamento de Defensa de Estados Unidos también está muy interesado. En 2010, usó 34 millones de dólares en el programa Biochronicity. Noventa por ciento de las bajas de guerra son provocadas por hemorragias no controladas en el campo de batalla.
“La pregunta es si podemos disminuir el requerimiento de sangre de una persona, de manera que no la necesite fluyendo por su organismo durante cierto lapso”, explica el coronel Matthew Martin, cirujano de 49 años cuya investigación es financiada por Biochronicity.
El objetivo es lograr que un soldado herido pueda sobrevivir más tiempo “para poder llevarlo a un lugar donde se trate la lesión”, añade el miembro en activo del Ejército. Este es el último que funciona antes de morir.
El consultorio del doctor Mark Roth, ubicado en el Centro de Investigación para el Cáncer Fred Hutchinson, en Seattle, está lleno de cajas con recortes de periódicos sobre personas que “regresaron” a la vida: un esquiador de Noruega, un bebé de Canadá y dos pescadores que zozobraron en el golfo de Alaska; todos perdieron signos vitales por el clima gélido.
“He estudiado estos casos durante 20 años”, me cuenta el doctor Roth. A sus 60 años, es ampliamente reconocido como un pionero en la búsqueda del uso de la animación suspendida para el tratamiento de traumatismos.
Encorvado sobre un microscopio, me invita a ver una placa de Petri repleta de peces cebra diminutos, de unas horas de nacidos. “Como son transparentes, puedes ver sus corazones latir y la sangre moverse cerca de la cola”, comenta. “Este es el núcleo de la animación: el corazón y el flujo sanguíneo. Vamos a quitarles el oxígeno y a alterar su animación”.
Roth empieza a verter nitrógeno en la caja transparente que contiene la placa de Petri. “Pronto, todo se llenará de nitrógeno puro que llegará a los animales y los desactivará”, explica. “Mañana las regresaremos a temperatura ambiente y se reanimarán”.
Luego prepara un experimento similar. Toma dos placas de Petri con nematodos en la misma etapa de desarrollo que los peces; coloca una en el recipiente de nitrógeno y deja la otra en una mesa.
Su hipótesis: el metabolismo de los gusanos que estuvieron en contacto con el gas debe disminuir gradualmente hasta que queden prácticamente suspendidos en el tiempo, mientras que sus hermanos a temperatura ambiente deben seguir creciendo.
Como estos organismos crecen rápido, su teoría será probada o refutada mañana.
Hasta principios de la década del 2000, los experimentos del doctor Roth se limitaron a criaturas pequeñas. Pero una noche, vio un documental en la televisión sobre una cueva en México que hacía que sus visitantes se desmayaran debido a la presencia de ácido sulfhídrico, un gas invisible.
“Si respiras mucho de ese gas te desmayas, pareces muerto”, dice el doctor Roth. “Pero si te sacan de la cueva, te pueden reanimar sin que sufras daños. Pensé: ‘¡Vaya! ¡Tengo que intentarlo!’”.
Tras exponer a unos ratones a 80 partes por millón del gas a temperatura ambiente, Roth descubrió que podía inducir un estado de suspensión que se podía revertir regresando a los roedores al aire limpio sin causar daño neurológico.
Para el científico, esto fue un gran avance. La comunidad médica lo notó de inmediato y vio el potencial de su trabajo. Poco después una fundación filantrópica le otorgó una “beca para genios” de 500,000 dólares.
Desde entonces, el doctor Roth ha identificado cuatro compuestos (azufre, bromo, yodo y selenio) que llama agentes reductores elementales o ARE. Estos existen de manera natural en pequeñas cantidades en los seres humanos y pueden ralentizar el uso del oxígeno en el organismo.
El doctor Roth quiere desarrollar un ARE en forma de fármaco inyectable que evite el daño tisular potencial al detener un infarto. Este ocurre cuando se reanuda el flujo sanguíneo normal: la corriente repentina de oxígeno puede dañar permanentemente las células del corazón y provocar cardiopatías crónicas (la principal causa de muerte en el mundo).
La investigación actual de Roth en cerdos muestra que si se inyecta un ARE antes de que se elimine la obstrucción, es posible evitar destruir el músculo cardiaco.
Las pruebas en humanos, específicamente en víctimas de infartos, ya están en marcha. Roth dice que, algún día, los ARE podrían tener una gran variedad de aplicaciones médicas, incluido el uso en trasplantes de órganos y extremidades.
El doctor Sam Tisherman detesta el término “animación suspendida”. Como director del Centro de Cuidados Intensivos y Educación en Traumatismos de la Facultad de Medicina de la Universidad de Maryland en Baltimore, prefiere decir “preservación de emergencia y resucitación”.
“Queremos preservar a la persona el tiempo suficiente para detener la hemorragia y poder reanimarla”.
A diferencia del método del doctor Roth, el enfoque del doctor Tisherman es enfriar a los pacientes hasta la hipotermia, induciendo básicamente el mismo estado en el que estaba Dwyer.
Para lograrlo, reemplaza la sangre con una solución salina extremadamente fría; esto reduce muy rápido la temperatura corporal del paciente a unos 10 o 12 grados Celsius. Si funciona, podría salvar muchas vidas.
El cuidado de rutina para las víctimas de traumatismos, como heridas de bala, por lo general implica insertar un tubo traqueal y luego usar catéteres intravenosos para reemplazar los líquidos y la sangre mientras un cirujano intenta reparar el daño antes de que falle el corazón del paciente.
“Es una carrera contra el tiempo”, afirma el doctor Tisherman, “y solo 5 por ciento de las personas con paro cardiaco ocasionado por traumatismo sobreviven”.
Provocar hipotermia podría darles a los cirujanos hasta una hora para operar. Después podrían reanudar el flujo sanguíneo y recalentar gradualmente al paciente.
El doctor Tisherman y sus colegas han pasado más de dos décadas perfeccionando su procedimiento en animales. En 2014, la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos les autorizó hacer las primeras pruebas en humanos.
Si en estas se obtiene el mismo éxito, la intervención podría duplicar las probabilidades de supervivencia.
Tras cuatro viajes a Irak y Afganistán, el coronel Matthew Martin estaba buscando los mismos resultados que Tisherman sin usar un equipo extenso, imposible de llevar al frente. Esto implicaba usar productos químicos, no frío, para lentificar el reloj biológico.
“El objetivo es crear una terapia de bolsillo”, dice Martin. “Que un médico pueda llevar un fármaco en el pantalón, sacar una jeringa, inyectar a un soldado herido de gravedad y comenzar el proceso de animación suspendida, dándole al paciente más tiempo de vida para llegar a un quirófano”.
Él y sus colegas han identificado una serie de enzimas conocidas como PI 3-quinasa, que ayudan a regular el metabolismo; también encontraron un fármaco que controla la actividad de estas y que ya se encuentra en ensayos clínicos como un posible tratamiento contra el cáncer.
Luego de examinar los efectos del medicamento en cerdos, los primeros resultados obtenidos por Martin sugieren que administrarlo en el momento de la isquemia (cuando el flujo sanguíneo al corazón es insuficiente) puede ralentizar el metabolismo sin dañar al animal.
El doctor Roth también espera que la respuesta al retraso del tiempo venga en forma de un fármaco portátil e inyectable.
Un día después de dormir a sus nematodos, Roth regresó al laboratorio para verificar el progreso. Como era de esperar, los pequeños gusanos que pasaron la noche en nitrógeno no habían crecido; no obstante, volvieron a la vida fácilmente cuando se les expuso al aire fresco.
Al mismo tiempo, es evidente que los que quedaron en la mesa crecieron; pronto tendrán bebés. “Aún falta mucho para que la técnica salve a un paciente de traumatismo, pero ver resucitar a esos nematodos fue como asomarme al futuro”, mencionó Roth.
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