Blancura Helada
Un escritor autista describe la magia, complejidad y belleza de los copos de nieve. Afuera hace mucho frío. De hecho, está nevando. Salgo con mi abrigo cerrado hasta la barbilla, y los pies dentro...
Un escritor autista describe la magia, complejidad y belleza de los copos de nieve.
Afuera hace mucho frío. De hecho, está nevando. Salgo con mi abrigo cerrado hasta la barbilla, y los pies dentro de unas pesadas botas de goma. La resplandeciente calle está vacía, y el cielo nublado. Debajo de mi bufanda, guantes y ropa térmica siento que se me acelera el pulso. No me importa; aguardo.
Una semana antes, las ramas desnudas de los árboles lucían limpias contra el cielo azul. Ahora, ver los copos de nieve caer me hace temblar y maravillarme. ¡Qué bellos son!,pienso. ¿Cuándo pararán? ¿En una hora? ¿Un día? ¿Un mes?
Mis vecinos, que han vivido en Ottawa mucho más tiempo que yo, dicen que no habían visto una nevada como ésta en décadas. Pala en mano, abren senderos desde las puertas de sus garajes hasta la carretera. Los hombres mayores muestran expresiones tanto de indiferencia como de molestia, pero pronto surgen leves sonrisas en las comisuras de sus labios agrietados por el viento.
Es agotador ir a la tienda caminando. Cada paso parece eterno. Con varias capas de ropa encima, regreso a casa con la camiseta empapada de sudor. Los calcetines mojados parecen de yeso, y el aire tibio no alivia mis pies. Más tarde, alrededor de una mesa a la luz de las velas, mis amigos y yo cenamos y evocamos inviernos pasados. Hablamos sobre trineos, toboganes y batallas con bolas de nieve. Me llega un recuerdo de mi niñez en Londres: la primera vez que escuché el sonido de la nieve al caer.
—¿Cómo sonaba? —me pregunta el anfitrión de la velada.
—Sonaba como si alguien se frotara lentamente las manos —contesto.
Mis amigos asienten, riendo. Saben bien a qué me refiero.
Un hombre ríe con más fuerza que los demás. No sé cómo se llama; no es un invitado habitual. Me susurran que es una especie de científico.
—¿Saben por qué vemos la nieve tan blanca? —pregunta—. La explicación es la forma en que los lados de los copos reflejan la luz. Todos los colores del espectro son refractados por la nieve en proporciones casi
iguales, lo que percibimos como blancura.
—¿Pueden llegar a reflejarse los colores en una proporción distinta? —le pregunta la esposa del anfitrión.
—A veces, si la nieve es muy profunda —responde él—. En ese caso, la luz que percibimos parece teñida de azul. Y a veces la estructura de un copo de nieve semeja la de un diamante.
La luz que incide en esos copos se desdobla y proyecta un arco iris de destellos multicolores.
—¿Es cierto que no hay dos copos de nieve iguales? —pregunta esta vez la hija adolescente del anfitrión.
Es verdad. Cada copo tiene una estructura hexagonal básica —explica el hombre—, pero su descenso en espiral desde el cielo esculpe cada copo de una manera única: el más mínimo cambio de temperatura o de la humedad del aire modifica su forma.
Los científicos clasifican los copos de nieve por su tamaño, forma y simetría. Por ejemplo, algunos son planos y tienen brazos largos, como picos de estrellas, así que los meteorólogos se refieren a ellos como láminas estrelladas; a los que tienen estrías profundas los llaman láminas sectoriales, y a los ramificados, como algunos adornos navideños, dendritas estelares.
A veces, los copos caen en forma de agujas de hielo. Algunas de ellas tienen 12 lados en vez de los seis habituales, y otras parecen balas. También hay copos con forma de cilindro, flecha, taza y helecho.
Escuchamos en silencio las explicaciones del científico. Nuestra atención total lo halaga. Mientras habla, sus blancas manos dibujan la forma de cada copo de nieve en el aire.
Esa noche, la nieve se mete en mis sueños. Mi tibia cama no logra impedir que recuerde el frío de mi infancia. Sueño con un invierno lejano en el jardín de nuestra casa familiar: la nieve, menuda, fina y recién caída, era como azúcar para mis hermanos y hermanas menores, que se echaban a correr soltando gritos de alegría. Yo vacilaba de unirme a ellos; prefería mirar el jardín desde la seguridad de la ventana de mi habitación. Pero luego, cuando ellos se cansaban de jugar y entraban de nuevo a la casa, me aventuraba a salir solo y empezaba a formar bloques con la nieve. Al igual que los esquimales (que llaman a la nieve igluksaq: “material para construir casas”), quería hacerme un iglú. La nieve compactada me rodeaba poco a poco, y las paredes iban subiendo hasta que me cubrían por completo. Entonces, con la cara y las manos cubiertas de escarcha, me acurrucaba dentro de mi refugio helado, sintiéndome triste y al mismo tiempo seguro.
Por la mañana, mis amigos llaman a mi cuarto. Me dicen que están listos y esperando. Yo soy el inglés tardón, poco acostumbrado a este clima congelante, a la rigidez que produce en el cuerpo.
La nieve londinense se derrite rápidamente y se vuelve lodo, pero aquí la nieve tiene una blancura incandescente. Los canadienses no le tienen miedo al invierno. Para ellos, almacenar leche y pan es inaudito. Los congestionamientos de tránsito, las citas canceladas y los apagones son poco frecuentes. Cuando salgo de la habitación, mis amigos me saludan sonrientes. Saben que las calles estarán cubiertas con sal, que sus cartas y paquetes llegarán a tiempo, que las tiendas estarán abiertas…
En las escuelas de Ottawa, los niños hacen copos de nieve con hojas de papel. Doblan una hoja para formar un rectángulo, luego doblan éste para hacer un cuadrado y, con un doblez más, un triángulo rectángulo. Con tijeras recortan éste por los tres lados (cada alumno le imprime un toque personal al recorte). Cuando extienden de nuevo el papel aparecen copos de distintos tamaños y formas, pero todos tienen algo en común: la simetría. Sin las imperfecciones de la naturaleza, los copos de nieve de los niños representan un ideal.
En la Universidad de Wisconsin, los matemáticos David Griffeath y Janko Gravner mejoraron ese juego infantil modelando copos de nieve en una computadora. En 2008 crearon un algoritmo que reproduce los numerosos principios físicos que determinan la formación de los copos. Su trabajo resultó lento y arduo. A la computadora podía llevarle un día realizar los cientos de miles de cálculos necesarios para hacer un solo copo. Los parámetros se establecieron y ajustaron muchas veces para hacer simulaciones tan realistas como fuera posible, y los resultados finales fueron asombrosos. En la pantalla de la computadora de los matemáticos apareció una galaxia de copos de nieve tridimensionales: dendritas estelares con finas estrías, estrellas de 12 brazos, agujas, prismas de toda configuración conocida y unos copos que semejaban alas de mariposa, una forma que nadie había identificado antes.