Nuestros últimos días deberían ser como los de ellos.
Hace años Charlie, un ortopedista eminente, mentor mío, se descubrió un bulto en el vientre. El diagnóstico: cáncer de páncreas. Acudió a un excelente cirujano, inventor de una operación para ese tipo de cáncer, que triplicaba las probabilidades de supervivencia —de 5 a 15 por ciento— en el lapso de cinco años, aunque con una mala calidad de vida.
A Charlie no le interesó. Prefería convivir con su familia. Rechazó la quimioterapia, la radioterapia y la cirugía. Medicare [el programa estatal de asistencia médica para adultos mayores] no gastó mucho en él. Murió en casa pocos meses después.
Los médicos mueren, desde luego, pero no como todo el mundo. Lo insólito no es que reciban más tratamientos que la mayoría, sino menos. Han visto cómo es el final, y en general tienen acceso a toda la atención médica que pudieran querer, pero prefieren irse pacíficamente.
Saben lo suficiente de la muerte para comprender el mayor temor del resto de la gente: una agonía dolorosa y solitaria. Han hablado de ello con su familia. Se aseguran de que, llegado el momento, no se tomarán medidas desesperadas. Conocen los límites de la medicina actual. Casi todos ellos han aplicado tratamientos inútiles: el bombardeo de un enfermo terminal con los últimos avances técnicos. Lo abren, le insertan catéteres, le conectan aparatos y lo atiborran de medicinas.
Todo esto ocurre en la unidad de terapia intensiva, puede costar una fortuna al día y causa un sufrimiento que no infligiríamos ni a un terrorista. Incontables veces otros médicos me han dicho casi literalmente: “Prométeme que, si me ves así, me matarás”. Algunos profesionales de la salud llevan colgadas al cuello placas que dicen “No reanimar”, para que no se les dé reanimación cardiopulmonar (RCP).
Los contras de “hacer todo” para salvar al paciente
¿Cómo hemos llegado a este punto, a que los médicos administren tratamientos que no aceptarían para sí mismos? La respuesta, no tan sencilla, reside en los pacientes, los propios médicos y el sistema.
Supón que alguien entra en coma en un hospital. Cuando los médicos les preguntan a los familiares si desean que se haga “todo” para salvar al paciente, ellos contestan que sí, pero a menudo se refieren a “todo lo razonable”. Quizá no sepan en qué consiste lo razonable y, en su dolor y confusión, tampoco lo preguntan ni escuchan lo que los doctores les dicen. Y los médicos a quienes se pide que hagan “todo”, en efecto lo hacen, sea razonable o no.
Ocurre también que se tienen expectativas poco realistas del poder de la medicina. Muchos creen que la RCP es un eficaz salvavidas, cuando en realidad suele dar resultados deficientes. He visto a cientos de personas en la sala de urgencias después de recibirla. Sólo una, un hombre sano, salió por su pie del hospital. Aunque apenas un puñado de personas sanas reacciona favorablemente a la RCP, la aplicamos siempre para dar a todos la oportunidad de sobrevivir. Sin embargo, en los pacientes de edad avanzada o que padecen enfermedades muy graves o incurables, la probabilidad de éxito de la RCP es mínima, y la de hacerlos sufrir es enorme (ve el recuadro).
Los médicos contribuyen a esta situación. Incluso los que detestan aplicar tratamientos inútiles deben acceder a los deseos de los pacientes y sus familias. Imagina una sala de urgencias llena de familiares afligidos, quizá histéricos, cuya confianza no es fácil de ganar. Si el médico de-saconseja seguir tratando a su ser querido, podrían pensar que quiere ahorrar tiempo, dinero o esfuerzo, y no aliviar su sufrimiento.
Yo tuve un paciente de 78 años llamado Jack; llevaba años enfermo y le habían hecho unas 15 operaciones mayores. Me dijo que no quería que lo intubaran jamás. Un sábado sufrió una apoplejía masiva y llegó inconsciente a la sala de urgencias. Los médicos lo reanimaron y lo intubaron: su peor pesadilla. Cuando llegué a ocuparme de su atención, hablé con su esposa y con personal del hospital y les mostré documentos en los que constaban sus deseos. Luego apagué el respirador y me senté a su lado. Murió dos horas después.
Pese a que sus deseos estaban documentados, Jack no murió como quería; el sistema intervino. Luego supe que una enfermera me había acusado de homicidio por haberlo desconectado.