A las 16 semanas de nacido, Logan Hampson contrajo un mal misterioso. Cuatro años después, su hermanita, Alyson, presentó los mismos síntomas.
A las 16 semanas de nacido, Logan Hampson contrajo un mal misterioso. Cuatro años después, su hermanita, Alyson, presentó los mismos síntomas. Para salvarlos, sus padres estaban dispuestos a hacer hasta lo imposible…
Cuando Jason y Lynn Hampson notaron por primera vez un tono amarillento en los ojos de su hijo, Logan, de cuatro meses de nacido, en el invierno de 2008, no le dieron mucha importancia. Pensaron que era ictericia, una condición infantil común, y que sin duda cedería tras una breve estancia en un hospital. Pero la coloración se extendió. Para el fin de semana el niño tenía amarillento todo el cuerpo “como si fuera un personaje de Los Simpson” —dice Jason—, y el estómago se le había llenado de líquido, por lo cual tenía hinchado el vientre.
Un análisis de sangre reveló que Logan presentaba insuficiencia hepática; sin embargo, los médicos no sabían cuál podía ser la causa. La familia fue remitida de su hospital local en Hamilton, Canadá, a la sección 6A del Hospital SickKids —el ala de trasplantes—, en Toronto. En ese momento los Hampson no imaginaban que en ese lugar iban a pasar gran parte del tiempo en los cuatro años siguientes, un sitio alejado de casa al que tristemente llamarían su hogar.
Los médicos empezaron a hacerle más pruebas a Logan. Mientras Lynn se quedaba en el hospital, Jason se iba a trabajar —reparaba vías para la empresa ferroviaria CN Rail— y al final del día regresaba a dormir con su familia. Los análisis arrojaron resultados negativos y, tres semanas después, Logan comenzó a recuperarse. Recobró fuerzas, y su enfermedad pareció desaparecer tan misteriosamente como había surgido.
Al cabo de un año, en enero de 2009, Logan volvió a enfermar. Los síntomas esta vez eran sutiles, pero algo parecía estar fallando en él. La manera en que el pequeño pelirrojo se sentaba en el sofá familiar —muy quieto, con los ojos escudriñando la habitación— le habría parecido normal a un visitante, pero a su padre le daba muy mala espina.
De nuevo Logan fue transferido del hospital de Hamilton al de Toronto, donde, tras una rápida mejoría, volvió a caer enfermo. En marzo presentó otra vez una tremenda hinchazón de vientre. En esta ocasión los médicos le hicieron todo tipo de exámenes: electrocardiogramas, ecocardiogramas, ultrasonografías y estudios de resonancia magnética. A intervalos de varios días, le hacían nuevas pruebas para descartar padecimientos. Lynn dejaba a Logan acostado en la cama e indagaba en Internet sobre los síntomas. A la mañana siguiente llamaba por teléfono a su esposo y le contaba sus preocupaciones. Un día le dijo: “Le están haciendo pruebas de la enfermedad de Niemann-Pick. Es letal a la edad de tres años”.
Los médicos seguían confundidos. “A veces, en pediatría, lidiamos con enfermedades que aún no han sido totalmente descritas”, dice el doctor Yaron Avitzur, uno de los miembros del equipo de gastroenterólogos del Hospital SickKids que atendían a Logan. No obstante, fuera cual fuera el mal que aquejaba al niño, en ese momento resultaba claro que era grave. “Los doctores creían que el contacto con algún virus podría ser mortal para Logan”, refiere Lynn.
Fue entonces cuando los médicos les dieron a los Hampson una noticia terrible: su hijo, de 18 meses, necesitaba un trasplante de hígado.
Fundado en 1986, el programa de trasplantes de hígado del Hospital SickKids —el más grande en operación en Canadá— realiza entre 12 y 20 trasplantes en niños al año. Conseguir un órgano compatible de un donador fallecido puede llevar entre un mes y tres años, así que recurrir a un donador vivo representa la mejor oportunidad para un bebé que presenta insuficiencia hepática.
Sin embargo, ningún médico desea presionar a un padre —quien tiene una probabilidad muy alta de ser un donador compatible— para que tome esa decisión. “Uno habla con mucho tacto de lo que significa convertirse en donador”, señala el doctor Avitzur. “Uno plantea la posibilidad y explica cuáles son los requisitos”.
Aunque los decesos son poco frecuentes, un trasplante de hígado es una intervención quirúrgica mayor. Tan pronto se enteró de que su hijo necesitaba un trasplante, Lynn se ofreció como donadora. Pensaba que ella, por haber dado a luz a Logan, era responsable de cualquier enfermedad que él estuviera padeciendo. Aunque su sentimiento de culpa era irracional, le facilitó tomar la decisión. Yo le ocasioné el daño a mi bebé, así que yo debo repararlo, se dijo.
A lo largo de las dos semanas siguientes Lynn se sometió a pruebas para determinar si su hígado podía ser dividido con éxito. Su tipo sanguíneo era compatible. Después de pasar por la obligatoria serie de estudios para asegurar que era apta física y mentalmente para el trasplante, los médicos le dieron luz verde.
La noche previa a la operación, madre e hijo no podían dormir en su habitación del hospital. A las 3 de la madrugada Lynn se dio por vencida, llevó a Logan al cuarto de juegos y estuvo jugando con él en el piso hasta que el sol iluminó las fachadas de los edificios que se veían por la ventana. Entonces Lynn se dirigió al Hospital General de Toronto, situado al otro lado de la calle. Allí, los médicos le extirparon un pequeño lóbulo del hígado, lo pusieron en una solución y lo llevaron al SickKids, donde estaba Logan. Un equipo de cirujanos operó al niño, extirpó el órgano enfermo y en su lugar implantó el segmento saludable de la madre.
Sentado solo en la sala de espera, Jason trataba de no pensar en que podía perder a las dos personas que más amaba en el mundo.
Una semana después, Logan tenía un hígado nuevo y la vida por delante. El trasplante había resultado exitoso y el niño rebosaba energía. Un día, de vuelta en casa, mientras Lynn convalecía de la operación, vio a su hijo correr por el pasillo y bajar a saltos los escalones del cuarto de juegos.
—¡Detenlo! —le gritó a su esposo.
—Él está bien —le dijo Jason.
Sorprendentemente, era cierto. El pequeño no paraba de correr por toda la casa y les pedía a sus padres que jugaran en el piso con él. “Si tuvieras que elegir un niño con insuficiencia hepática para hacerle un trasplante, escogerías a Logan”, dice Lynn.
Pero aunque el niño se recuperaba rápidamente, el misterio de su enfermedad persistía. Se enviaron muestras de sus tejidos y sangre a científicos de otros países, pero no hubo resultados claros. Tras decenas de estudios, se descartaron las principales enfermedades genéticas. Meses después, cuando los Hampson preguntaron sobre los riesgos que un segundo hijo podría tener, los médicos les dijeron que no correría ninguno.
El 25 de mayo de 2011 nació Alyson Hampson, una pequeñita pálida, de cabello rubio y grandes ojos verdes. Fue ligeramente prematura, pero los médicos dictaminaron que estaba perfectamente sana. Pese a ello, Jason no conseguía apartar de su mente el peor de los escenarios.
En noviembre, cuando tenía apenas seis meses, Alyson contrajo una fiebre ligera. Sus padres la llevaron al hospital de Hamilton, donde le diagnosticaron un mal respiratorio de causa viral. Era una afección común entre los bebés y no debía tardar en aliviarse. Antes de volver a casa, Jason le revisó los ojos a su hija y vio en ellos lo que más temía: un tono amarillento.
Lynn no podía creerlo. Encendieron todas las luces del cuarto y subieron las persianas para que entrara la luz del sol y pudieran ver bien los ojos de la niña. ¿El tono amarillento era real, o la paranoia hacía que lo imaginaran? Los resultados de los análisis de sangre despejaron las dudas: las enzimas hepáticas de Alyson estaban altas y seguían en aumento, un signo característico de insuficiencia hepática. Al parecer, la enfermedad misteriosa que había atacado a Logan ahora estaba afectando a su hermana.
En tres días le hicieron a Alyson todos los estudios que le practicaron a Logan en un año y medio. Mientras que la enfermedad del niño había avanzado de manera intermitente, la de Alyson había sido grave desde el principio y empeoraba rápidamente. El 12 de diciembre los médicos confirmaron la sospecha de Jason y Lynn: al igual que Logan, Alyson necesitaba un trasplante de hígado.
Con la niña, los papeles de los padres se invirtieron. Una persona sólo puede donar una parte de su hígado, así que esta vez fue Jason quien tuvo que hacerse estudios para asegurar que estaba sano y que era un donador compatible. Los esposos tenían que actuar rápidamente. Habían visto cómo el tono amarillento en los ojos de su hija se le había extendido a todo el cuerpo. La bebé dejó de comer, y los médicos tuvieron que colocarle una sonda de alimentación. Requirió varias transfusiones de sangre. Su pequeño vientre se llenó de líquido, se hinchó y se puso duro. A Jason le parecía “como si se hubiera comido una sandía entera”.