Kevin Richardson está utilizando su conocimiento íntimo de estos grandes felinos para salvarlos.
Cuando Kevin Richardson abre la reja y se interna en una prístina franja de pradera sudafricana, el tiempo parece no transcurrir. El canto de las cigarras cesa, y el único sonido que se oye es el crujir de la hierba seca bajo los pies de Richardson. De pronto el aire se agita y media tonelada de músculos aparece: un león y una leona adultos, que emergen de entre los matorrales caminando altivamente. Se abalanzan sobre Richardson, lo golpetean con sus garras y lo arrojan al suelo.
—¡Bobcat, Gabby! —exclama—. ¡Vengan aquí, pequeños!
Los leones se dejan caer sobre él como gatitos juguetones. Durante los últimos 17 años, millones de personas han visto encuentros similares en documentales televisivos y en noticieros: Richardson, vestido con camiseta y pantalón corto, es atacado por varios de los depredadores más temibles del planeta. Pero justo cuando los televidentes suponen que habrá un baño de sangre, comienza una escena llena
de amor. No obstante, por muchos videos de este encuentro que veas en YouTube, no hay nada como presenciarlo en vivo. Los felinos huelen a polvo y muerte. No están domesticados; son indomesticables. Valiéndose de una habilidad o don que no puede explicar, Richardson hace surgir la mansedumbre de los leones.
Ya hemos visto escenas parecidas y sabemos cómo acaban: el Cazador de Cocodrilos, el Hombre Oso, Siegfried y Roy… todos muertos o heridos por ataques de animales a los que creían estar muy ligados. Richardson, que conoce a estos leones desde que eran cachorros, insiste en que él es distinto, aunque está consciente de los riesgos. “Si dijera que la actividad a la que me dedico está exenta de peligros, estaría mintiendo o perdiendo la cordura”, dice, mientras Bobcat le frota el cuello con el hocico.
Ningún experto en comportamiento animal ha respaldado nunca lo que Richardson hace, pues se considera que los leones son demasiado impredecibles para confiar en ellos, por muy dóciles que parezcan. Las críticas más acerbas provienen de los guardias de los parques, quienes afrontan un peligro serio cada vez que se topan con los grandes felinos en sus patrullajes. Hace dos años, un guardia del Parque Transfronterizo de Kgalagadi, reserva situada en la frontera con Botsuana, sobrevivió de milagro cuando un león le aprisionó una pierna con las fauces y lo bajó de la parte descubierta de una camioneta.
A este tipo de amenaza se enfrenta todos los días Mosa Masupe, de 27 años, quien es guardia de la Reserva de Animales Mashatu, en Botsuana, hogar de varias manadas de leones. Ha seguido la carrera de Richardson desde que los medios informativos lo presentaron como el “Encantador de leones”, en el año 2000, y, al igual que muchos otros guardias que han oído hablar de Richardson, cree que tarde o temprano habrá un ataque terrible. “Esos leones lo matarán”, dice.
En 2001, un león llamado Tsavo le rompió la nariz a Richardson de un zarpazo. El zoólogo tiene los brazos y las piernas llenos de cicatrices. Hasta un mordisco amoroso podría cortarle la yugular y desangrarlo hasta morir en la hierba, solo. “En realidad no me preocupa porque siempre ha sido así”, dice la esposa de Richardson, Mandy, con quien lleva más de 13 años de matrimonio y tiene dos hijos pequeños. “A eso se dedica desde que lo conozco. Le apasiona tanto su trabajo, que resulta contagioso”. Tan contagioso, que durante años Mandy se encargó de las relaciones públicas de su marido y le ayudó a forjar su fama de hombre temerario. “¿Han visto algún movimiento amenazador de estos leones?” pregunta él. “No necesito golpearlos ni someterlos. Son gatos muy amistosos y adorables”.
Quizá. Pero, ¿se puede llamar “adorables” a unas criaturas salvajes cuya conciencia no podemos comprender? ¿O se trata de “no tener límites a la hora de ponernos en la piel de otro ser vivo”, como dijo alguna vez el escritor sudafricano J. M. Coetzee? Está claro que Richardson cree que tal empatía, por lo menos en lo que se refiere a los leones, no tiene límites.
Richardson se describe como un zoólogo autodidacta, pero es algo más que eso: un intermediario entre el mundo de los leones salvajes y los seres que representan un peligro mortal para su supervivencia. En su medio natural, estos felinos encaran tres amenazas principales: la implacable expansión de la agricultura (75 por ciento de su hábitat se ha convertido en pastizales para el ganado); los enfrentamientos con los granjeros, quienes matan cientos de leones al año en represalia por los ataques al ganado, y la caza furtiva por parte de los pobladores locales, que pueden obtener el equivalente a su ingreso anual —unos 6,000 dólares— matando un león y vendiendo la carne y los huesos en el mercado negro.
Los huesos de león son un sustituto aceptable del vino de hueso de tigre asiático, del cual se dice que refuerza la virilidad. La poción puede alcanzar un precio de hasta 25,000 dólares en subasta, ya que se ha convertido en símbolo de estatus entre la clase media china en expansión.
Como resultado, la población de leones se ha visto diezmada. En 1950, más de 200,000 leones deambulaban por la vasta sabana africana; hoy lo hacen unos 35,000, según los cálculos más recientes. La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza actualmente clasifica esta especie como “vulnerable”. Stuart Pimm, biólogo conservacionista de la Universidad Duke, en Carolina del Norte, que se ha dedicado a estudiar las especies en peligro de extinción, considera que la situación de los leones es “crítica”. Además del costo ecológico que supone la pérdida de un gran depredador, Pimm la describe como una derrota moral. “Demuestra que no somos buenos administradores”, dice. “¿Qué planeta queremos dejarles a nuestros hijos y nietos?”
Pero las cosas no sólo están mal para los leones que viven en estado salvaje, apunta Richardson. También lo son para los más de 5,000 leones que viven en cautiverio en Sudáfrica, donde los crían para convertirlos luego en trofeos de caza. La mayoría de estos felinos pasan su vida de cachorros en granjas de cría, haciendo las delicias de incontables visitantes y generando dinero hasta que cumplen seis meses. Al llegar a esta edad, los turistas pagan hasta 800 dólares por una experiencia llamada “caminata”, en la que un adiestrador y sus clientes dan un paseo a pie por una franja de pradera con un león.
Doce meses después, cuando los felinos ya no son tan “adorables”, se convierten en carne de cañón para los turistas en una práctica conocida como “cacería enlatada”. Tan sólo en 2007, 16,394 cazadores extranjeros mataron a unos 46,000 animales en Sudáfrica, una industria que el gobierno de este país considera “un aprovechamiento sostenible de los recursos naturales”. Según un informe, entre 2001 y 2011 se exportaron 5,892 leones muertos. A la mayoría se les quitó la vida en cacerías enlatadas.
En sus videos, Richardson muestra al público que esos “recursos naturales” son criaturas de carne y hueso. Conforme aumentan las vistas de sus videos en YouTube, también lo hace la vehemencia con que denuncia la terrible situación que viven los leones criados en cautiverio y, sobre todo, los peligros a los que se enfrenta la mermada población de leones que viven en estado salvaje. Para Richardson, forcejear con los leones es sencillo. El verdadero reto es salvarlos.
Aunque Richardson parece un hombre que nació y creció en el campo, su familia proviene de un barrio de clase media baja de Johanesburgo llamado Orange Grove, donde antes había huertos de cítricos y ahora hay viviendas familiares con jardines diminutos.
Cuando Richardson tenía tres o cuatro años, su padre lo ayudó a criar un pajarito que cayó del nido. Deslumbrado por la experiencia, el chico empezó a criar otras aves hasta que, a los siete años, le pusieron su primer apodo: “El niño pájaro de Orange Grove”. Los vecinos llevaban a su casa decenas de aves heridas —pinzones, palomas, tórtolas—, y él las añadía a su creciente aviario.
Richardson tenía 13 o 14 años cuan-do su padre murió. Empezó a abusar del alcohol, a robar coches e incluso chocó el auto de su hermana. Perdió interés por los pájaros y un día los liberó a todos. Aunque había soñado con estudiar veterinaria, tuvo suerte de poder entrar a la universidad, y más suerte aún de cursar dos años de zoología y una licenciatura en fisiología y anatomía. Más adelante obtuvo un puesto en el santuario Lion Park de Johanesburgo. A pesar de que sus tareas allí no le interesaban casi nada, se enamoró de dos cachorros de león llamados Tau y Napoleón.