En nuestro matrimonio, aprendimos que para nutrir el amor debíamos…
Mi esposo ya no era el mismo hombre con el que me había casado. Con el tiempo se había convertido en una persona gruñona e irritable.
Mi esposo ya no era el mismo hombre con el que me había casado. Con el tiempo se había convertido en una persona gruñona e irritable.
Trabaja en el mundo editorial, una industria que tiene sus problemas. Como él llegó a donde está por méritos propios, le preocupa que nuestros hijos hayan recibido tanto sin esforzarse. Nuestro matrimonio enfrentaba las presiones típicas de la edad madura, y todo esto lo desanimaba. Hasta que instaló un comedero para pájaros.
“Va a ser un lío”, le dije. En Bombay, donde vivimos, los apartamentos son diminutos; y aunque el nuestro tiene una pequeña veranda, no hay plumíferos, y no vi qué caso tenía colocar el artefacto en ese espacio abierto para alimentar a criaturas inexistentes.
Darles de comer a los pájaros en una ciudad llena de hambre y pobreza también me pareció una excentricidad.
—Vivimos en la India —le recordé a mi cónyuge.
—Las aves le pertenecen al mundo —respondió él. Fin de la discusión.
Al poco tiempo instaló un feo artilugio que compró en Internet. Era transparente, cilíndrico, con un aspecto extraño. Lo llenó de semillas y noté con escepticismo cómo se mantenía solo y desafiante en la veranda, sobre una ciudad en la que jamás había visto volar o anidar a ninguna ave.
Trabajábamos mucho. Cada vez hablábamos menos. Veíamos demasiada televisión. Pasábamos varias noches respondiendo correos electrónicos y mensajes de texto. Nuestros hijos ya eran adultos y tenían su vida. Nosotros, la nuestra.
Una mañana solitaria, tras muchas otras mañanas solitarias, mi marido llamó mi atención mientras yo leía el diario. Hizo señas, emocionado, apuntando a la veranda.
Me asomé y ahí estaba: un loro color verde brillante con pico rojo en el comedero. El ave ladeó la cabeza. Nosotros ladeamos la nuestra. El animal nos estudió. Nosotros lo estudiamos a él. Luego se acomodó y empezó a comer.
Le eché un vistazo a mi esposo y él me devolvió una sonrisa.
Pronto, las mañanas eran algo más que la prisa por alcanzar el autobús. Esperábamos con ansia a que llegaran nuestros alados visitantes. Y un día apareció un gorrión.
—¿Sabías que aquí están casi extintos? —susurró mi pareja.
Nos quedamos a ver si llegaba otro amigo emplumado.
—¡Mira, es una pequeña nectarina! —exclamé con incredulidad—. ¡En pleno Bombay!
Y, de pronto, el rostro del hombre gruñón se iluminó; su gesto de preocupación desapareció. ¿Sería una nueva versión de él?
Los amaneceres empezaron a tener un tono alegre, a ser nuestras mañanas. En la ajetreada monotonía de nuestra vida, éramos padres de nuevo. Solo que, ahora, él era la madre.
Las albas se convirtieron en la hora del día que más ansiaba yo. Ambos intercambiábamos más que una mirada. Era algo similar a la emoción de abrirle nuestras puertas a nuevos amigos y tener la mesa lista. ¿Vendrán? ¿Será suficiente comida? ¿Disfrutarán el desayuno y volverán por más?
Mi marido pasó muchos domingos investigando en Internet sobre aves, lo que comían y sus hábitos de alimentación. ¿A qué hora lo hacían? ¿Cuánto? ¿Por qué tan poco?
Nuestras conversaciones a menudo iniciaban con un hecho sobre pájaros. Por ejemplo, que las aves cantoras trinan unas 2,000 veces al día.
Un domingo ventoso estábamos en la veranda y él se mostró pensativo.
—¿Problemas en el trabajo? —pregunté preocupada, ansiosa por ayudar.
—No —respondió con una mirada fulminante por mi insensibilidad—. No ha venido una sola ave en las últimas 24 horas. He estado al pendiente.
—Quizá necesiten un GPS —bromeé. Se trataba de unos simples pájaros. Yo era su esposa.
Esa noche descubrí que mi cónyuge había movido el comedero de lugar.
—Lo encontrarán más fácil ahí —dijo—. Necesitan estar a gusto. Después de todo, vienen a comer.
Él les prestaba más atención que a mí. Empecé a desafiar a las palomas con la vista y a murmurarle maldiciones al ruidoso cuervo.
—Me estás eclipsando —le dije entre dientes a una paloma que gorjeaba.
De pronto me sentí como Cruella de Vil, de 101 dálmatas: una conspiradora deshonesta y una criminal desalmada. Me estaba interponiendo en su felicidad. Y en la de mi esposo.
Una mañana, mientras él estaba fuera, me senté a beber café. Habían hospitalizado a mi padre, tenía mucho trabajo y una fecha de entrega próxima. Sentí que la desesperanza se abalanzaba sobre mí. Enjugué mis lágrimas, enojada, y miré el comedero.
Alguien asomó la cabeza por uno de los lados. Era mi amigo el loro. O, mejor dicho, el amigo de mi pareja.
Mala suerte, pensé. Solo estoy yo.
El pajarraco me vio. Yo le devolví la mirada. Me acerqué, pero no se movió.
Mientras me aproximaba lentamente hacia él, el loro siguió comiendo pequeños bocados. Y justo cuando pude admirar de cerca todo su esplendor, me miró de lado, un poco molesto. Mantén tu distancia, advirtió.
Lo escuché. Vi al animal comer y llenar su barriga. Imaginé su placer. Compartí su satisfacción. Si hubiera podido tumbarse de espaldas y frotar su vientre, lo habría hecho.
Era una alegría tan simple. Una bondad elemental. Sonreí, a la vez que contenía mi llanto.
Esa noche me acurruqué cerca de mi alguna vez gruñón esposo y tomé su mano con fuerza.
—¿Todo bien? —preguntó.
—Sí. Comí con tu amigo —susurré.
Mi marido sonríe más y refunfuña menos. Ve los árboles del vecindario y habla de lo importantes que son.
—¿Para los pájaros?
—Para nosotros —dice en voz baja.
Y quizá así sea. Llega una etapa en la vida en la que anhelamos hacer algo nuevo, algo bueno. Retribuir. Encontrarnos a nosotros mismos. Redescubrir el amor para poder vivir mejor.
Hay quienes tienen un pasatiempo. Otros donan a la caridad o son educadores voluntarios. Los ricos tal vez puedan comer platillos elaborados o emprender viajes exóticos y aprender a hablar mandarín.
Mi esposo no hizo nada de eso.
Pero, aun así, se encontró a sí mismo. Y, al hacerlo, nos encontró a ambos. Todo lo que hizo fue comprar un feo comedero de pájaros en Internet. Eso marcó toda la diferencia.