Gracias Mohamed Alí
Un reconocido publicista iraní relata cómo le cambió la vida el hombre a quien más admira y al que considera el boxeador más grande de todos los tiempos. Es un día de finales de...
Un reconocido publicista iraní relata cómo le cambió la vida el hombre a quien más admira y al que considera el boxeador más grande de todos los tiempos.
Es un día de finales de octubre de 2003, y en cierto momento recibo una llamada en mi teléfono celular. Es mi colega Tonio Kröger.
—Amir, alquila un esmoquin y reserva un cuarto de hotel en Hamburgo. Irás conmigo a los Premios Bambi —dice, y luego cuelga.
¿Los Premios Bambi? ¿Yo? ¡De ninguna manera! Las alfombras rojas y las fiestas pomposas definitivamente no son lo mío. Sin embargo, pronto me entero de que van a homenajear por los logros de toda su carrera a mi ídolo, a mi héroe, al más grande de todos: Mohamed Alí.
Recuerdo a mi padre despertán- dome una noche porque había una pelea de Alí en televisión. Vivíamos en Teherán, y yo tenía cinco o seis años de edad. Rumble in the Jungle (“rugido en la selva”), Thrilla in Manila (“suspenso en Manila”), Drama in Bahama (“drama en las Bahamas”). Yo no sabía lo suficiente sobre boxeo para entender qué significaban esos títulos, pero lo que vi en la tele me dejó absolutamente pasmado: la velocidad de los golpes rectos de Alí, las cortaduras en el rostro de su rival, su elegante balanceo de piernas, su increíble voluntad de ganar, su asombrosa confianza en sí mismo…
El 27 de noviembre llego a Hamburgo en tren y tomo un taxi al hotel. Mientras deshago la maleta, suena mi celular. Una voz dice:
—Hola. Soy Peter Olsson, manager de Mohamed Alí. ¿Eres Amir Kassaei?
—Este, sí… —balbuceo.
—¡Perfecto! Deseaba conocerte porque sé que eres un gran admirador de Alí. Me gustaría hablar contigo sobre algunas ideas para promover a Alí en Alemania. ¿Podrías ir al Hotel Atlantic en media hora?
Estoy tan sorprendido, que lo único que contesto es “Sí”.
En 1960 Alí gana el oro olímpico en Roma. De vuelta en casa, en Louisville, Kentucky, va a un restaurante con la medalla colgando al cuello. El dueño le dice a la cara: “No servimos a negros”. Alí replica: “Está bien. Yo no los como”. Posteriormente arroja su medalla de oro al río Ohio.
Alí no quiere ser sólo una figura deportiva. Usa sus habilidades boxísticas para llamar la atención, para devolver a los afroestadounidenses el orgullo y la confianza en sí mismos que el racismo y la opresión les han robado.
El hombre que vio la luz por primera vez el 17 de enero de 1942 como Cassius Marcellus Clay siempre fue un luchador por la libertad. En mi opinión, Alí hizo tanto por los derechos de los afroestadounidenses en los años 60 como Martin Luther King. Y a mí me enseñó lo que es la valentía y el respeto. Nunca tengas miedo de nada ni a nadie. Todos los individuos en esta tierra son iguales, sin importar su origen, su aspecto o sus creencias. Y nunca mires hacia abajo a las personas que te admiran.
El taxi va en camino al hotel cuando mi celular vuelve a sonar.
—Cambio de planes —anuncia Olsson—. Estamos en un restaurante italiano en Winterhude. Aquí podemos tomar una copa de vino y hablar.
Alzo la mirada y le digo al taxista que me lleve a ese sitio.
Fuera del restaurante hay una hilera de limusinas negras enormes. En la entrada monta guardia un grupo grande de hombres fornidos, todos vestidos de negro, con celulares en la mano y ojos vigilantes.
Entre 1964 y 1967 Alí gana y defiende el título de campeón mundial de peso pesado, pero la mayoría de sus compatriotas lo odia. Se ha convertido al islam y abandonado su “nombre de esclavo”, Cassius Clay, para adoptar el de Mohamed Alí. Su radical campaña contra el racismo también indigna a la gente. Ese odio se exacerba aún más cuando, por motivos religiosos, Alí se niega a servir en el Ejército. La ley de su país considera esa renuencia un acto criminal. Estados Unidos se encuentra en plena Guerra de Vietnam. ¿Qué tiene que decir el boxeador al respecto? “Ningún vietcong me ha llamado negro nunca”.
Se intenta llegar a un arreglo. Alí podría protagonizar peleas de exhibición en las bases militares, o hacer el entrenamiento básico y luego volver a la vida civil. Pero Alí no sería Alí si hubiera aceptado eso. Lo único que le importa son sus valores, su fe, sus principios. Sacrifica su carrera y la oportunidad de ganar millones. Pierde la licencia de boxeador y a muchos de sus supuestos amigos. Alí me enseñó que uno debe defender sus creencias aunque duela. Lo más importante en la vida es la integridad, no la fama ni el dinero.
Bajo del taxi y me dirijo al restaurante. Le digo a uno de los hombres fornidos de la entrada que tengo una cita con el señor Olsson. El sujeto le susurra algo a un colega, quien de-saparece dentro del edificio. Minutos después, un sonriente caballero rubio aparece frente a mí.
—Hola —me dice Peter Olsson—. Me alegra que hayas podido venir. ¿Puedo llamarte Amir? ¡Entra!
Me conduce al interior. Este restaurante es uno de los más prestigiosos y caros de Hamburgo, pero en este momento está completamente vacío. De pronto siento que me tiemblan las piernas por la emoción.
La mejor pelea de Alí no fue en un cuadrilátero. La ganó en 1970. La Suprema Corte de Estados Unidos dictamina que no es culpable de evasión del servicio militar y le devuelve su licencia de boxeador. Mientras tanto, Joe Frazier se ha convertido en campeón del mundo. Inicialmente, vence al retador que regresa, pero Alí triunfa en otra pelea que pasará a la historia como el mejor combate de boxeo de todos los tiempos: el famoso “Thrilla in Manila”, celebrado el 1 de octubre de 1975, en Filipinas.
Un año antes Alí, totalmente marginado del mundo del deporte, había retado al entonces campeón mundial George Foreman. El “Rumble in the Jungle” en Kinsasa, Zaire (hoy República Democrática del Congo), es el evento deportivo más importante que el continente africano haya presenciado, y fue precedido por un festival musical lleno de estrellas como James Brown y Miriam Makeba.
Alí, de 32 años de edad, sube al ring con las apuestas en contra. En ese momento su oponente había ganado 40 peleas profesionales consecutivas, 37 de ellas por nocaut, pero en el octavo asalto lo manda a la lona con algunas combinaciones rápidas y nueve golpes en la cabeza.
Mientras Foreman intenta en vano ponerse de pie, el réferi cuenta hasta 10 y Alí recupera el título de campeón mundial (no será la única vez: en 1978 ganó el campeonato de los pesos pesados por tercera ocasión).
Alí pierde su última pelea en las Bahamas en diciembre de 1981; su contrincante es Trevor Berbick. Ya muestra signos de un padecimiento grave, pero no recibe el diagnóstico hasta tres años después: la enfermedad de Parkinson. Aunque no hay pruebas médicas concluyentes al respecto, los expertos creen que tantos golpes en la cabeza fueron la probable causa del trastorno.
El declive de Alí me enseñó otra lección: que uno debe darse cuenta de cuándo ha llegado a su límite. Sin duda el dinero no es un buen consejero, y tarde o temprano todo el mundo tiene que pagar por la forma en que ha llevado su vida.
Peter Olsson me guía a través del restaurante vacío. Abre una puerta. En el centro de la sala hay una mesa puesta, y alrededor de ella, la esposa de Alí, Lonnie, sus hijos y su mejor amigo, Howard Bingham. Y en la cabecera está él: Mohamed Alí. Me ofrecen una silla a su lado. Es increíble. Estoy participando de una cena previa al Día de Acción de Gracias con Alí y sus seres queridos.
No hablamos de negocios. Alí todavía puede conversar en voz baja, y comienzo a decirle lo que siempre he querido que sepa: todo lo que significó —y aún significa— para mí. Pero el temblor de sus extremidades se apodera de él otra vez.
Cuando salgo del restaurante dos horas después, yo también estoy temblando. Recuerdo algo que Alí dijo cuando anunció su enfermedad: “Me alegro de tener Parkinson porque ahora todos sabrán que soy como ellos, y no Superman”. ¡Gracias, campeón! Eres mi ídolo, mi inspiración, mi fe, mi sistema de valores. ¡Gracias, Mohamed Alí!