¿Gritarle a un niño es el peor error que un padre puede cometer?
Los adultos somos nosotros, los padres son quienes deben encontrar y poner en práctica herramientas para dejar de gritar y perder el control.
Gritarle a un niño con el fin de corregir algo es el peor error que un padre puede cometer. En lugar de ayudar, el grito causará un daño al cerebro del pequeño.
Gritar “es una forma de violencia que evita la consolidación de vínculos afectivos sanos y satisfactorios, y que siembra el miedo como motor de las relaciones”, dijo a El país Pax Dettoni, directora de la Asociación Teatro de Conciencia.
De acuerdo con Dettoni, “donde hay miedo, no hay amor, no hay paz“; por otra parte, varios estudios respaldan sus argumentos.
Por ejemplo, uno de la Universidad de Nueva York publicado en Current Biology destacó que ya que el grito tiene una “propiedad sonora única, […] impacta y activa el centro neuronal del miedo, que está en la amígdala”.
Y no solo eso. Otra investigación realizada por la Universidad de Pittsburg y la Universidad de Michigan concluyó que también tiene efectos negativos para los padres: “los efectos de esta violencia verbal provocan problemas de conducta en el niño, como discusiones y peleas con compañeros, dificultades en el rendimiento escolar, mentiras a los padres, síntomas de tristeza repentina y depresión”.
Pax Dettoni menciona que los padres deben intentar detenerse un momento, respirar, y recordarse a ellos mismos que tienen derecho a estar enojados, pero que son capaces de demostrar este enojo de otra manera que no sea gritando.
Los “gritos, amenazas y chantajes son violencia psicológica”, son manifestaciones de maltrato, aunque nos cueste verlo.
Los adultos somos nosotros, y somos los padres quienes tenemos que encontrar y poner en práctica las herramientas para no perder el control, saber controlar la ira y no explotar cuando las situaciones parezca que nos superan
Los gritos van minando poco a poco su autoestima y su autoconfianza. Ni hablar si además se utilizan insultos como “inútil” o “vago”.
No dejan secuelas físicas, pero sí psicológicas y emocionales. Crecer con un patrón familiar donde los gritos son moneda corriente les hace inseguros, retraídos y acaban creyendo que es la única manera de hacerse valer, sometiendo a otro a gritos.