Había una vez…
Una escritora tiene que vencer sus prejuicios para poder ayudar a una joven aquejada de síndrome de Down. La llamada llega de repente. Mi amiga Madelyne, directora del ministerio de la caridad...
Una escritora tiene que vencer sus prejuicios para poder ayudar a una joven aquejada de síndrome de Down.
La llamada llega de repente. Mi amiga Madelyne, directora del ministerio de la caridad de una iglesia del oeste de Vancouver, Canadá, nuestra ciudad, está en la línea.
—Tiene unos 23 o 24 años y padece síndrome de Down —me dice—. Se llama Grace Chen. Hace mucho trabajo voluntario aquí, y la semana pasada me dijo que quería escribir un libro. ¿Hablarías con ella?
Titubeo. Se me forma una imagen en la mente: una joven obesa y de ojos rasgados, con pinta de no saber leer y mucho menos escribir.
—¿Dices que sabe leer? —contesto.
—A Grace le encanta leer. Tiene un nivel de quinto o sexto grado de primaria, creo.
Estoy sorprendida. Nunca he conocido a nadie que tenga el síndrome de Down, pero, a pesar de eso, o quizá por eso mismo, la imagen que tengo en la mente se hace siniestra: imagino que intento explicarle una y otra vez a Grace un aspecto sencillo de la escritura, y ella de pronto se levanta y me mira furiosa, amenazante…
Siento horror de mí misma por pensar eso, y estoy confundida. ¿De dónde vienen esas imágenes?
—No sé si pueda hablar con Grace —respondo, y Madelyne se queda callada—. Me refiero a escribir. Tengo que pensarlo.
—Está bien —contesta mi amiga, aceptando comprensivamente mi vacilación—. Si decides que te gustaría conocerla, sólo avísame.
Transcurren varias semanas. No llamo a Madelyne. ¿Cómo le explico que nuestra breve conversación me despertó pensamientos que me avergüenza admitir, que tengo miedo de conocer a Grace?
Sé que es mucho lo que debo aprender sobre el síndrome de Down: qué lo causa, qué son capaces de hacer quienes lo padecen, cómo manejan su vida… Pronto averiguo que este síndrome es uno de los trastornos genéticos más comunes, con una incidencia mundial aproximada de uno de cada 800 nacimientos. En 1958, el genetista francés Jérôme Lejeune y su equipo descubrieron la causa: un cromosoma extra en el par 21.
Ese cromosoma extra, presente en todas las células, puede ocasionar numerosos problemas: un cociente intelectual inferior al promedio, retraso en el desarrollo, leucemia, esterilidad, obesidad, dificultades de movilidad y coordinación, defectos cardiacos congénitos, y trastornos visuales, auditivos, del habla, tiroideos y digestivos. Además, las personas aquejadas de síndrome de Down corren mayor riesgo de padecer autismo, depresión, ansiedad y trastorno de comportamiento perturbador.
Como el síndrome de Down es detectable, es el motivo más común de la realización de pruebas prenatales [amniocentesis, biopsia de vellosidades coriónicas y análisis de sangre].En los años 60, no se esperaba que las personas aquejadas de síndrome de Down vivieran más allá de la adolescencia. Hoy día muchas llegan a cumplir más de 50 años, aunque corren alto riesgo de contraer el mal de Alzheimer. Los expertos calculan que hacia el año 2025 se duplicará el número de personas que viven con el síndrome de Down debido al aumento de la esperanza de vida.
A pesar de esta pequeña ampliación de mis conocimientos, todavía me siento intranquila.
La casa de grace no está muy lejos de la mía. Estaciono el auto y camino hacia la entrada. Aunque estamos a finales de abril, hace frío. Una voz en mi interior me pide que me detenga. Lo hago, y finjo buscar algo en mi bolso. ¿Qué te hace pensar que ella podrá entenderte?, me digo, ¿o que tú la entenderás a ella?
Me obligo a no hacer caso a la voz, y llego a la puerta. Justo cuando levanto la mano para llamar, la puerta se abre. Una mujer asiática de unos 55 años, más o menos de mi edad, sonríe y se inclina en señal de saludo. Sujeta un par de pantuflas de color rosa con una mano. Detrás de ella veo a una chica delgada que usa anteojos; no parece tener más de 12 años.
—Hola —saludo—. Me llamo Judy. Madelyne me dijo que…
—Sí, sí, yo soy Jessica —responde la mujer, con una gran sonrisa y otra reverencia. Luego se vuelve hacia su hija, y añade—: Y ésta es Grace.
La joven alza la vista. Sus ojos son oscuros, de mirada intensa.
—Hola —me dice—. ¿Cómo estás?
Me obligo a mirarla y a sonreír. De pronto ella baja la cabeza con timidez, y el negro cabello, que le llega a los hombros, le cubre la cara.
Entro al recibidor, me quito los zapatos y me pongo las pantuflas rosadas, que Jessica ha dejado en el piso. Grace me hace señas para que la siga. Me conduce al comedor. Sobre la mesa hay unos alteros de hojas de papel, algunos cuadernos y un surtido de lápices y plumas, todo muy bien ordenado. Hay dos sillas, una al lado de la otra, frente a un ventanal. Grace toma asiento y, sin mirarme, le da palmaditas a la otra silla. Está tan nerviosa como yo.
Mientras me siento, Grace se apresura a hacer ajustes en las hileras de plumas y lápices; los alinea en un orden aún más preciso.
—Madelyne me contó que te gustaría escribir —le digo.
Grace asiente sin alzar la vista.
—¿Un libro?
Vuelve a asentir.
—¿Qué quieres escribir?
Mirando la mesa, Grace susurra:
—Cenicienta.
Siento una gran decepción. ¿No es un cuento al que ya se le han exprimido todas las versiones posibles?
—¿Y cómo va a lucir tu Cenicienta? —le pregunto.
Grace alza la cabeza, me mira con ojos radiantes y responde:
—Te voy a enseñar.
Se levanta y echa a correr. Un minuto después regresa, sosteniendo un vestido de terciopelo de color azul muy oscuro.
—¡Esto me voy a poner! —dice.
Me quedo atónita. ¿Quiere relatar su propia historia?
—Es un azul tan oscuro, que parece negro —atino a responder.
—Sí, es azul Titanic.
Sonrío. Ninguna palabra describe mejor el color del vestido.
—¿Qué sucede en tu versión?
Grace se coloca el pelo detrás de las orejas, y veo que usa dos auxiliares auditivos idénticos.
—Bueno… mi verdadera mamá muere —contesta, soltando una risita y mirando hacia la cocina, donde Jessica está preparando té. Las ideas le fluyen a raudales—: Mi padre se vuelve a casar, con mi malvada madrastra. Dos hermanastras muy malas, el hada madrina… Voy al baile, ¡y encuentro a mi príncipe!
Cuando entra en ese territorio tan trillado, que hubiera querido yo que no pisara, le pregunto:
—¿Y qué más?
—Nos vamos de luna de miel en el Titanic, y luego…
—¿Sabes qué le ocurrió al Titanic?
Grace suspira, y hace un gesto que parece significar “¡Claro que sé!”
—Chocó contra un bloque de hielo y se hundió —responde.
—Entonces, ¿qué les sucede a Cenicienta-Grace y a su príncipe?
—¡Nos rescata un helicóptero de la Marina Real! —exclama, divertida—. Después, tengo tres bebés, todas niñas, y mi príncipe Ronald y yo nos convertimos en espías internacionales famosos.
—¿Algún detalle más?
—Eso es todo para este libro. En el segundo, viajamos al espacio.
Me doy cuenta de que Grace tiene clara la historia en su mente y sabe bien cómo la quiere contar.
—¿Cómo quieres empezar?
Tras mirarme a los ojos durante unos momentos, se pasa la lengua por el labio inferior y contesta:
—¿Qué tal “Había una vez…”?
Es la tarde de un viernes y estoy sentada a la mesa del comedor de Grace. Sus lápices, plumas y cuadernos están ordenados con la misma precisión. Y hay algo más que no había visto yo en mis visitas anteriores: un viejo álbum de fotos. Grace lo abre, señala con el dedo un retrato de estudio en blanco y negro, y dice:
—Yo, cuando era bebé.
Voltea la hoja y señala otra foto.
—Albert y yo —explica.
Grace tenía unos tres años en ese entonces, y su hermano, Albert, es un adorable bebé de ojos brillantes. Le da vuelta a la hoja, me muestra otra fotografía y comenta:
—Yo, en primer grado. ¡El primer día! ¡Adoraba a mi maestra!
Al pasar la hoja y ver un retrato formal de ella y su familia, se pone muy seria. Golpea con el dedo la imagen de un hombre mayor.
—Mi abuelo —dice en voz baja—. ¡Dijo “Down” en mi cara! Cierra el álbum de golpe y mira por el ventanal. Su furia inunda la mesa, los cuadernos y también a mí.
—Escucha, Grace. No te gusta la palabra “Down”, ¿verdad?
—¡No, la odio! —responde, sin dejar de mirar por el ventanal.
“Cuando Grace nació era una bebé preciosa”, me cuenta Jessica después, “pero al día siguiente el médico nos dijo que la columna de la niña se sentía blanda y que sospechaba que tenía el síndrome de Down. Yo cursé la materia de genética en la universidad, en Taipei, y recordé las fotos de mi libro de texto. Le hicieron una prueba de ADN a Grace y, un mes después, se confirmó el diagnóstico.
”Mi esposo, David, y yo, habíamos pasado siete años intentando tener un bebé. Él es el hijo mayor de su familia, así que había mucha presión. Ya casi habíamos perdido la esperanza cuando descubrí que estaba embarazada. No cabía en mí de felicidad. Riendo, David me decía: ‘¿Por qué no lo anuncias en el periódico?’ Cuando nos dieron el diagnóstico, mi mundo se derrumbó. Pero mi esposo dijo: ‘Es inútil llorar. Ahora tenemos que pensar en cómo ayudar a esta bebé’.
”Mi suegro le dijo a David que pusiera a Grace en alguna institución, que la olvidara. Fue entonces cuando decidimos irnos a vivir muy lejos y comenzar una nueva vida”.
Empiezo a comprender la reacción de Grace. Sabe que su abuelo dijo “Down” para dejar en claro que no había un sitio para ella en la familia, ni tampoco en el mundo exterior.
Esta semana grace ha escrito la historia hasta el momento en que el barco se estrella: Una noche, en la madrugada, el príncipe Ronald y yo oímos el ruido del Titanic al chocar contra un bloque de hielo gigantesco en el mar oscuro y helado.
—Y luego, ¿qué pasa? —le pregun-to—. ¿Cómo van a salir del barco?
—El príncipe Ronald usa su celular para llamar al helicóptero de la Marina Real —explica Grace.
—¿Y llega a tiempo el helicóptero?
—Sí, está en el cielo, arriba del barco —dice, alzando los brazos—. Algo se bambolea, tiene escalones…
—¿Una escalera de cuerda?
—¡Sí! El príncipe Ronald sube al helicóptero, y luego mira hacia abajo, me mira a mí. —Con el rostro vuelto hacia arriba, Grace mueve las manos sobre la mesa—. La escalera casi me roza la cara, pero no puedo agarrarla. El barco se mueve mucho.
—Escribe eso —le digo—, exactamente como lo imaginas.
Empieza a escribir, con una convicción total. Mientras la observo, me doy cuenta de que ha entrado a ese lugar mágico con el que sueña todo escritor: cuando uno deja el cuarto donde está y se adentra en un instante en el sitio que ha creado.
—¿Cómo te sientes? —le pregunto.
—¡Tengo miedo! —susurra—. Hace mucho frío, está tan oscuro y el helicóptero hace tanto ruido…
Las palabras de Grace me atrapan. Oigo el ruido de las aspas del heli-cóptero y los alaridos de pánico de los pasajeros del barco.
—¿Qué está pasando? —le digo.
—El príncipe Ronald me está mirando desde el helicóptero.
—Escríbelo, antes de que esa imagen desaparezca.
Le grito a mi esposo, el príncipe Ronald: “¡No puedo hacerlo!”, y me empieza a temblar el cuerpo. El príncipe Ronald exclama: “¡No tengas miedo! Sólo mira hacia arriba, a mis ojos. ¡Puedes hacerlo!”
Encorvada, Grace continúa: El helicóptero de la Marina Real nos rescató a todos; dejamos atrás el Titanic y estamos sanos y salvos. ¡Vamos en camino a Beverly Hills!
—¿Beverly Hills? ¿Por qué allí?
—¡Para ver a las estrellas del cine! ¡Vamos allá un rato!
Una noche, a principios de julio, más de un año después de haber conocido a Grace, recibo una llamada de su hermano Albert.
—Judy, estoy formateando el libro de Grace y tengo una pregunta que hacerte —me dice.
Unas semanas antes le había contado yo a Madelyne que Grace ya casi había terminado su libro, y ella, emocionada, me preguntó:
—¿No sería grandioso que le ayudáramos a publicar el libro?
Me viene a la memoria la primera vez que mi amiga me pidió que ayudara a Grace. En ese entonces había yo dudado por mis prejuicios de que una persona como ella pudiera escribir, ya no digamos un libro, sino lo que fuera. Cada vez que nos reuníamos Grace me mostraba lo que había escrito, y juntas lo revisá
bamos y pulíamos. Hablábamos sobre muchos aspectos de la escritura: personajes, tiempos verbales, hilación de la trama y otros temas que no había creído yo que pudiera abordar con ella.
Me doy cuenta de que Madelyne debe de haberle sugerido a Jessica que publicaran el libro de Grace, porque eso explica la llamada de Albert —quien cursó un posgrado en informática en la Universidad de Columbia Británica— y que esté formateando el libro de su hermana.
—Mis padres lo quieren publicar —me dice Albert—. Estaba yo pensando que Grace ha escrito un verdadero libro, así que hay que darle el aspecto de un libro, ¿no crees?
Quisiera yo gritar “¡Claro que es un verdadero libro!”, pero las experiencias que he tenido con mis hijos me obligan a no ser tan efusiva.
—Sí, eso estaría bien —respondo—. Dime, ¿qué duda tienes?
—Te explicaré: tenemos listas algunas ilustraciones, pero si trato de reducirlas para que se ajusten al tamaño de un libro de bolsillo normal, no quedan bien. Así que quiero dejarlas con el tamaño carta que tienen, si no tienes inconveniente.
Hace un par de semanas Jessica me contó que Mary Baker, una artista que realiza tareas voluntarias en la iglesia de Grace, estaba trabajando algunas ilustraciones para el libro.
—El tamaño que tú consideres que es el mejor para el libro me parece bien a mí —le digo a Albert—. ¿Qué tal están las ilustraciones?
—Son preciosas, o eso creo. Oye, tengo que irme. Le diré a mi mamá que te las muestre. ¡Gracias!
poco después, un día luminoso y sin nubes, dejo mi auto en el estacionamiento de la iglesia de Madelyne y Grace. Entro al salón de actos, donde se va a presentar el libro después del servicio religioso. Sólo Jessica y David se encuentran en el recinto. No veo a su hija por ninguna parte.
David está agachado abriendo una caja de cartón, la cual está llena con ejemplares del libro de Grace. Me entrega uno. Lo abro en la primera página y leo la dedicatoria:
“A mi adorada familia,por su amor y apoyo incondicionales: David, mi atento padre, Jessica, mi perseverante mamá, y Albert, mi encantador hermano”.
—¿Te gusta el libro? —me pregunta David sin disimular su emoción.
Asiento con la cabeza, al borde del llanto. De pronto Albert entra al salón y me saluda:
—Hola, Judy, ¿has visto a Grace? Se desaparece cada tres minutos.
Justo en ese instante Grace se materializa: lleva puesto su vestido azul Titanic, y tiene el cabello recogido. Le hago señas, y corre hacia mí. Me envuelve en un efusivo abrazo.
—Oye, Grace —le digo, mientras me zafo de sus brazos con delicadeza—. ¡Te ves preciosa!
Ella apenas sonríe.
—¿Cómo te sientes?
—Bien —responde.
—¿Sólo bien?
Se pasa la lengua por el labio inferior y contesta en un susurro:
—Estoy nerviosa.
La tomo de la mano.
—Yo también.
—¿En serio?
—Sí, muy nerviosa.
Escuchamos los acordes del último cántico. El salón se llena de ruidos y voces cuando la gente comienza a entrar y a tomar asiento. Las conversaciones se entremezclan, y sólo las interrumpe el llanto repentino de un niño pequeño al que su padre sostiene en brazos. Entre la multitud veo a Madelyne, que guía a dos mujeres mayores hasta un sofá.
—Estoy nerviosa —me dice Grace nuevamente.
Al ver que se seca las palmas de las manos en el vestido, pienso que necesita saber —sentir en los huesos— que puede hacer frente a esto.
—Para escribir el libro necesitaste mucho valor —le digo—. Tú puedes hacer esto, te lo aseguro.
Grace me mira como si no creyera en lo que estoy diciendo.
—¿En verdad lo crees? —replica.
Asiento con la mayor convicción que puedo. En unos instantes, el salón queda en silencio.
—Buenos días a todos —saluda Madelyne, con un micrófono en la mano—. Éste es un día muy especial.Durante mucho tiempo Grace nos ha estado ayudando aquí, en la iglesia, y durante años ha llevado un diario personal. Un buen día, hace muchos meses, me confió que quería ser escritora, y ahora estamos aquí para celebrar que ha escrito un libro. Grace, ¿podrías dirigirnos algunas palabras, por favor?
David le da un empujoncito a su hija para que dé un paso al frente. Grace se lame el labio inferior, toma el micrófono y, tras aclararse la garganta, dice:
—Gracias por venir a escuchar mi cuento de hadas mágico.
El niño pequeño cuyo llanto me sobresaltó hace unos momentos gira la cabeza y la apoya en el hombro de su padre, como si tratara de entender las palabras de Grace. Me doy cuenta de que tiene el síndrome de Down.
Inclinándome hacia Grace, le susurro al oído:
—Respira hondo.
Ella asiente y, sin soltar el micrófono, toma su libro con la otra mano. Una vez más, todo el mundo guarda silencio, y Grace empieza a leer:
—Había una vez una chica…