Según estudios demográficos, en América Latina y el Caribe el número de personas mayores de 60 años está aumentando de manera sostenida.
Al envejecer la población, se hace patente la necesidad de más cuidadores. Antaño, cuando los adultos mayores requerían ayuda, se iban a vivir con sus hijos. Hoy día las familias están buscando soluciones más flexibles. Presentamos aquí cuatro relatos sobre personas que han hecho frente al desafío de cuidar abuelos, y las recompensas inesperadas que han recibido.
—¿Ha dicho ostras? —le pregunta mi suegro al mesero—. ¡Jamás les he hecho ascos a las ostras!
Las pide, y después, de postre, un mousse de chocolate, que llega con un “Feliz cumpleaños” escrito con jarabe en un platón y una vela grande para celebrar sus 93 años.
“La misma empatía que nos lleva a cuidar de nuestros hijos nos motiva para encargarnos de nuestros padres y hacer el bien a otras personas”
Mis tres hijas adolescentes no han parado de reír con las historias de su abuelastro. “Cuéntanos de cuando Jim tenía el pelo largo”, lo apremian. Mi esposo se avergüenza de esas viejas historias, pero está encantado de ver a su padre feliz.
“El abuelo Don”, como lo llaman mis hijas, se mudó a nuestra casa después del fallecimiento de su esposa, quien tenía 65 años. Ya no puede conducir, ni tampoco ir muy lejos sin su andadera. Tiene problemas cardiacos, degeneración macular, sordera en un oído y artritis. Siempre está de buen humor, es ingenioso y nunca olvida dar las gracias.
Entre Jim y yo tenemos seis hijos en total, de entre 15 y 26 años, y anhelábamos verlos dejar el nido. Por eso resulta irónico que hayamos visto crecer nuestra familia por el extremo opuesto del espectro. Pero el impulso de devolver algo a cambio de lo que uno ha recibido es muy fuerte.
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Al decir de William Haley, profesor del Centro de Estudios sobre el Envejecimiento de la Universidad del Sur de Florida, en Tampa, quizá sea un impulso biológico. “La misma empatía que nos lleva a cuidar de nuestros hijos nos motiva para encargarnos de nuestros padres y hacer el bien a otras personas”, señala.
Un creciente número de investigaciones muestra que este papel de cuidadores, a su vez, nos ofrece recompensas. “Cuando brindamos ayuda a alguien que nos importa
tenemos emociones más positivas, como compasión, satisfacción y felicidad derivada de ser capaces de ayudar”, explica el psicólogo Michael J. Poulin, quien estudia la función de los cuidadores en la Universidad de Nueva York, en Buffalo.
Según un estudio de seis años de duración publicado en el American Journal of Epidemiology, ayudar a otros parece reducir los efectos físicos del estrés. Ese estudio era uno de dos que demuestran que los cuidadores pueden vivir más años también. En el otro, publicado en la revista Stroke, los sujetos dijeron que ayudar a un familiar que había sufrido una apoplejía los hizo apreciar más la vida y ser más optimistas, además de reforzar sus lazos con otras personas.
Por supuesto que me preocupa qué vamos a hacer cuando mi suegro se vuelva más frágil y dependiente, pero cada vez que lo hacemos sonreír, siento como si mi corazón creciera un poco. Y tal vez sea así. “Las personas que encuentran aspectos positivos en cuidar a otras no usan gafas rosas ni son ignorantes de los problemas”, dice Haley.
“Cuando brindamos ayuda a alguien que nos importa tenemos emociones más positivas, como compasión, satisfacción y felicidad derivada de ser capaces de ayudar”
“Tienen una manera provechosa de afrontar el estrés”. Podemos elegir entre preocuparnos por el riesgo de que sufra una caída o un infarto, o centrarnos en los momentos gratos. Al fin y al cabo, las cosas malas no sólo ocurren a los 94 años.
—¿Qué es lo que más te gusta de vivir en California, papá? —le preguntó Jim al abuelo hace poco.
Mi suegro hizo una larga pausa para pensarlo y tomar aire.
—La familia —respondió por fin—. No hay nada mejor que la familia.
Paula Spencer Scott/Boletín de la AARP
En 2014 Adélheid, de 75 años, ex empleada de tienda que vive sola en un apartamento en las afueras de Lyon, Francia, resbaló en su sala y se rompió un tobillo. Dos meses después, sufrió una caída más grave y una fractura de cadera. Luego de pasar varias semanas en el hospital, la enviaron a casa. Aunque le preocupaba cómo se las iba a arreglar, no quería ir a un hogar para ancianos. “Para mí es esencial vivir sola”, dice. “Me gusta hacer lo que quiero y cuando quiero”.
Afortunadamente, su hija, Anne-Claire Rivière, de 51 años, y su yerno, Guy, de 52, viven a sólo 10 minutos de su casa. Aunque los dos trabajan muchas horas (él como programador y la hija como gerente de un negocio), la llevan al supermercado por víveres. Adélheid también sale sola a comprar otras cosas que necesita.
Aunque sigue usando una andadera para moverse, cada vez se siente más segura al caminar. Una mujer le hace la limpieza de la casa una vez a la semana, y un fisioterapeuta va regularmente para ayudarla con la movilidad.
“Lo cierto es que no se sienta a mirar por la ventana toda la tarde”, dice Anne-Claire, riendo. “Se mantiene ocupada; le encanta Internet y le interesa mucho la genealogía”.
Pero Anne-Claire siempre está pendiente del teléfono. Su madre, afirma, “llama todos los domingos para contarnos las novedades. Tenemos una vida propia cada uno, y parece que a todos nos funciona bien así”.
La pareja tiene otro compromiso importante: el padre de Guy, Maurice, de 89 años, quien vive en un hogar para ancianos en la misma calle.
Maurice llevaba una vida independiente y feliz hasta finales de 2014. “Pero olvidaba tomar sus medicinas y se le complicaban las tareas cotidianas”, dice Guy.
En febrero de 2015 sufrió una caída, se golpeó la cabeza y ya no pudo mover las piernas. El médico recomendó internarlo en el hogar, y Maurice estuvo de acuerdo.
“Se dio cuenta de que ya no podía vivir solo”, añade Anne-Claire. “Consideramos la posibilidad de llevarlo a vivir en nuestra casa, pero habríamos tenido que hacer tantas modificaciones en su dormitorio y en el cuarto de baño, que la descartamos”.
“Todos acordamos que era la mejor solución. Papá se llevó al hogar sus muebles, libros y cuadros preferidos, y ahora tiene mucha gente con la cual conversar”, afirma Guy.
La pareja recibe visitas frecuentes de Maurice y Adélheid. “Disfrutamos de esos momentos como familia”, expresa Anne-Claire. “No sabemos cuánto tiempo más tendremos a nuestros padres, así que queremos pasar el mayor tiempo posible con ellos”.
Lisa Donafee
Frieda Bolduan tenía 43 años, era soltera, no tenía hijos y trabajaba en un hogar infantil en Norderstedt, Alemania, cuando conoció a una niña de siete años llamada Marina y a sus tres hermanos. Era junio de 1972, y el servicio de asistencia local acababa de transferir a los cuatro niños al hogar de Aldeas Infantiles SOS en el barrio de Harksheide, en Norderstedt.
A Frieda le encargaron ocuparse de los cuatro hermanos. Tenía un gran corazón y los acogió con calidez. El vínculo entre Marina y Frieda —a la que llamaba mamá— fue creciendo, y siguió estrechándose cuando Marina se hizo adulta, empezó a trabajar como diseñadora de interiores y formó una familia propia.
En la actualidad las dos mujeres de nuevo comparten un hogar, pero los papeles se han invertido: hoy día Marina Weber, de 50 años, cuida a Frieda, de 86. En 2010 Frieda se fue a vivir con Marina, su esposo, Ronald Weber, de 51 años, representante de ventas farmacéuticas, y su hija, Viviane, de 12 años, a la espaciosa casa que la familia tiene en el pueblo de Boostedt, al norte de Hamburgo.
“Sin mi madre y su infinito amor no habría podido salir adelante”, dice. “Me enseñó a no rendirme y a confiar en mí misma. No sé qué habría sido de mí sin ella”.
“Mi mayor deseo había sido siempre hacerme cargo de mi madre y vivir con ella en una casa grande”, afirma Marina. “Quiero devolverle un poco de lo mucho que me ha dado”. Frieda tiene una confortable habitación llena de fotos, libros y un mullido sofá, pero lo más importante es que forma parte de la familia; participa en la vida de todos sus miembros, o al menos hasta donde puede.
Últimamente se ha vuelto muy olvidadiza, señal de demencia senil. Todos los días Marina trata de hacer que se sienta útil. “Por favor, ¿podrías ayudarme a planchar esto?”, le pregunta, al tiempo que le pasa algunas servilletas.
Mientras Marina prepara el almuerzo en la cocina, Viviane llega a casa de la escuela. Se acerca a Frieda, la abraza con ternura y le dice:
—Abuelita, ¿cómo estás?
Para Frieda es difícil expresar con palabras sus sentimientos, pero le regala una enorme sonrisa a Viviane. Cuando la niña le cuenta cómo le fue en su clase de natación, Frieda la escucha atentamente.
Una vez que terminan de almorzar, Marina le pregunta a Frieda si está cansada. Ésta asiente, y Marina le ayuda a levantarse de la silla.
—Te llevaré a tu cuarto para que hagas la siesta —le dice—. Más tarde podríamos ir al club náutico de Kiel. Sé que te fascina mirar el mar.
Apretando la mano de Marina, la anciana responde:
—¡Sí, me encantaría!
Mientras Frieda descansa, Marina lava los trastes. “Sin mi madre y su infinito amor no habría podido salir adelante”, dice. “Me enseñó a no rendirme y a confiar en mí misma. No sé qué habría sido de mí sin ella”.
Annemarie Schaefer
Todas las noches el gato se enrosca a los pies de Silvia Combi, de 83 años, y ambos duermen plácidamente. “Es una alegría verla tan serena, con todo lo que ha sufrido a causa de los ataques de pánico y el dolor, en especial en las noches”, dice Magdalena Combi, de 51 años, nuera de Silvia. Ésta vive con su hijo, Florin, de 61 años, y con Magdalena en Bucarest.
Hasta hace tres años Silvia vivía sola en un apartamento cercano. Llevaba 15 años viviendo allí, desde que enviudó, pero con el tiempo fue mermando su salud y contrajo poliartritis reumatoide, enfermedad que produce intensos dolores. Magdalena y Florin iban diariamente a su casa con comida para ella, le hacían las compras y le telefoneaban cinco veces al día. Con todo, cuenta Magdalena, “a menudo olvidaba tomar sus pastillas y se negaba a comer”.
Cuando cumplió 80 años Silvia se sentía tan mal, que la pareja tuvo que llamar una ambulancia tres veces en una semana. Después de eso decidieron que era hora de llevar a la anciana a vivir a su casa.
Las dos hijas de la pareja ya eran adultas y vivían lejos, así que Silvia podría tener una habitación propia en la cual guardar sus cosas y sus recuerdos. Magdalena y Florin empezaron a prepararle las comidas, y se aseguraban de que tomara las medicinas. Al cabo de tres semanas, Silvia se sentía mucho mejor.
Compartir la casa con Silvia ha sido la solución perfecta. “Desde que llegó a vivir con nosotros todos estamos más relajados y contentos”, afirma Magdalena. “Es una compañía muy grata. Nos cuenta anécdotas de su juventud y bromea”.
Silvia dice que no extraña vivir sola. Sale a dar paseos con su hijo y su nuera, y la llevan al médico. Sus nietas la visitan con frecuencia en las tardes o los fines de semana. “Ésa es mi mayor alegría, cuando vienen mis nietas y estamos todos juntos”, expresa Silvia. “Es una sensación maravillosa tener a toda la familia alrededor y saber que una no se encuentra sola”.
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