Inteligencia submarina
Nuestra relación con los delfines es extraña, mágica y cada vez más profunda. El camino a la bahía Honolua, en el norte de la isla hawaiana de Maui, era de tierra roja bajo un...
Nuestra relación con los delfines es extraña, mágica y cada vez más profunda.
El camino a la bahía Honolua, en el norte de la isla hawaiana de Maui, era de tierra roja bajo un cielo gris, y ascendía zigzagueando por un acantilado. Me detuve en la parte más alta, justo donde había un claro llano. Por lo general este mirador se halla repleto de autos, camionetas, surfistas explorando la costa desde arriba y turistas tomando fotos, pero en aquel día encapotado no había nadie a mi alrededor. Bajé de mi vehículo y caminé hasta la orilla del voladero.Alcancé a ver pequeñas olas que rompían contra las rocas de lava, con sus crestas de espuma blanca agitadas por el viento.
Había algunas nubes bajas que daban a la bahía —una media luna que normalmente resplandece en una gama de azules, desde el celeste hasta el índigo— un tono pardo y opaco. En siglos pasados, Honolua era un lugar de culto para los hawaianos, que hacían ofrendas a sus dioses en lo alto de los riscos. En este sitio nunca hubo playas amplias y llenas de arena, sino sólo rocas que se desprendían, caían al agua y desaparecían bajo la superficie, donde formaron un arrecife somero al principio, y luego un reino más profundo y oscuro.
No hacía buen tiempo, pero había yo conducido muchas horas para llegar aquí, y esta bahía era famosa por su belleza y su profusión de corales y criaturas marinas, así que no quería irme sin al menos mojarme.
No tendría otra oportunidad en mucho tiempo: al día siguiente a esa hora estaría volando de vuelta a casa, a la Ciudad de Nueva York. Estaba consciente de que una reciente racha de ataques de tiburón había hecho que la gente lo pensara dos veces antes de meterse al mar a nadar, si es que lo hacía. Al parecer, todos en Maui de pronto se habían dado cuenta de que compartían el océano con criaturas grandes capaces de enojarse.
En toda la isla la gente necesitaba una explicación clara —¿había demasiadas tortugas, o faltaban peces? ¿Era el cambio climático? ¿Se estaban invirtiendo los polos del planeta?—, algo que hiciera comprensible la situación y los devolviera al tiempo en que los tiburones no ocupaban los titulares de los periódicos cada tres días. Me quedé allí, sopesando mis opciones, y después de unos momentos de escuchar a mi mente crear un relato sobre extremidades perdidas y arterias cercenadas hasta que no quedara nada de mí, excepto los jirones de mi traje de baño, decidí bajar por el sendero entre las rocas, me metí al agua y empecé a nadar.
Mientras atravesaba la boca de la bahía viré un poco al sur, hacia mar abierto, y me alejé casi un kilómetro de la costa. Flotando, me ajusté el visor y miré hacia abajo. Apenas divisé el fondo, que estaba lleno de arena y en él reinaba la calma, así que me quedé allí. Seguí nadando. Cuando estaba a punto de regresar a la costa, un movimiento me detuvo: una silueta grande pasó nadando en diagonal debajo de mí; luego emergió una aleta dorsal, y vi un destello blanco. Unos rayos de sol se habían filtrado entre las nubes e iluminaron el agua. Mi adrenalina se disparó cuando las criaturas asomaron.
Era un grupo de 40 o 50 delfines giradores, todos nadando hacia mí. Se materializaron desde el fondo como fantasmas. Pude verlos por unos instantes, y luego se esfumaron; después reaparecieron por todos lados y me rodearon. Nunca había estado tan cerca de los delfines, y estaba maravillada con su presencia.
Uno de los más grandes se acercó despacio y me miró. Por un momento nos quedamos quietos, intercambiando miradas y lo que sólo atino a describir como un saludo respetuoso entre dos especies. Alrededor de los ojos tenía unas delgadas bandas negras, que se extendían hasta las aletas pectorales como las correas del antifaz de un asaltante de bancos. Me pregunté si era el líder del grupo. Los delfines estaban viajando en parejas, tríos o subgrupos de cuatro o cinco ejemplares, y mantenían un estrecho contacto corporal entre sus integrantes. Vi aletas tocarse como si fueran saludos de mano, vientres frotarse contra espaldas, cabezas inclinadas hacia otras cabezas y narices apoyadas sobre otras narices.
Todo el grupo podría haberse ido en un instante, pero prefirió quedarse conmigo. Los delfines giradores son conocidos por sus acrobacias, por salir disparados del agua cuando sienten la necesidad de hacerlo, pero los de este grupo estaban relajados. No mostraban ningún temor, aunque había varios delfines bebés que nadaban junto a sus madres, de las que eran copias en miniatura. Los giradores simplemente me habían incorporado a su grupo, y podía oír sus chasquidos y chillidos bajo el agua, su críptica conversación subacuática.
Me sumergí a tres metros de profundidad, y el delfín grande apareció a mi lado otra vez, más cerca aún. Tenía una coloración parecida a la de un pingüino, el dorso oscuro y el vientre blanco, y un morro largo y delgado. Con sus dos metros y medio de largo, era un animal imponente, pero nada en su lenguaje corporal sugería hostilidad. Estuvimos juntos unos 10 minutos, pero me parecieron eternos, como si el tiempo se hubiera detenido. Los delfines me veían observarlos. Se movían con una gracia sobrenatural, como si fueran más presencia que materia. Nadé con ellos hasta que se dirigieron hacia aguas más profundas, donde la luz se hundía en largos rayos oblicuos. Lo último que vi antes de que los giradores desaparecieran de nuevo en su mundo fue sus colas, moviéndose en sincronía.
Tras mi encuentro con los delfines pensé mucho en ellos, no unas horas o días, sino semanas y meses enteros. Pensaba en ellos en la noche, cuando me iba a dormir; recordar sus lánguidos movimientos me relajaba y me ponía somnolienta. Pensé en los delfines después de dejar Hawai y regresar a Manhattan, donde la vida era todo menos tranquila, y donde los azules luminosos del Pacífico eran un recuerdo lejano. En mi oficina, en el piso 36 de un rascacielos en el centro de la ciudad, pegué imágenes de delfines en la pared detrás de mi escritorio para poder mirarlas mientras hacía llamadas telefónicas.
Aunque la visita de los delfines fue breve, se me quedó grabada en la mente. Era como si un rayo me hubiera atravesado el cerebro y reem-plazado sus patrones e impulsos nerviosos habituales con una película de delfines. No podía olvidar cómo el grupo me había observado, ni los peculiares sonidos de su lenguaje, ni lo ridículamente divertido que había sido nadar junto a ellos.
Me quedó la impresión de que había alguien detrás de cada par de ojos, un efecto surrealista. Había conocido a otras criaturas marinas intrigantes, algunas tímidas y otras audaces, algunas bellas y otras a las que sólo la madre naturaleza podría amar, pero ninguna tenía la presencia de los delfines, ni el pez globo, con su cara de Buda, ojos sabios y aletas diminutas, ni la raya águila, semejante a una nave extraterrestre, ni el Caranx ignobilis, un pez gigantesco con el que nadie querría toparse en un callejón oscuro. Junto a los amistosos y apacibles delfines, los tiburones blancos que había visto me parecían tan metálicos que pensé que debían tener remaches. Eran dirigibles submarinos, majestuosos pero no encantadores, y si has tenido un encuentro cercano con uno, es improbable que haya sido una experiencia relajante.
A riesgo de caer por la madriguera del conejo de Alicia —un lugar al que se puede ir fácilmente con los delfines, lo que pronto aprendería—, mi impresión más duradera fue que eran animales de otro mundo. Mientras nadaban hacia mí, parecían existir en un ámbito inasible, muy diferente al nuestro; habitaban lo que los antiguos pueblos oceánicos llamaban “el tiempo onírico”, un lugar etéreo e intemporal que no se parece en nada a la realidad humana.
Ciertamente, los delfines tienen muchas capacidades que pueden considerarse mágicas. Pueden ver con el oído, desplegar un sonar biológico para tener una visión de rayos X. Saben cuando una hembra de su especie —o una mujer— está preñada, u otro delfín está enfermo o herido. Sus habilidades de ecolocalización superan por mucho a las de los submarinos nucleares más avanzados; los científicos suponen que incluso son capaces de utilizar esas destrezas para conocer el estado emocional de otra criatura. Pueden comunicarse a frecuencias de casi un orden de magnitud mayor del que los seres humanos alcanzan a distinguir, y navegan por campos eléctricos y magnéticos que son imperceptibles para nosotros.
Los científicos hoy se maravillan de los poderes autocurativos de los delfines, que incluyen recuperarse hasta de las heridas más profundas sin presentar infecciones, dolor, ni hemorragias. En una carta publicada en el Journal of Investigative Dermatology, el doctor Michael Zasloff describió la autocuración como misteriosa y milagrosa, más parecida a una regeneración que a una reparación. “A pesar de haber sufrido una lesión masiva de tejido, en menos de un mes el animal restauró su contorno corporal normal”, explicó en una entrevista de radio. “Un pedazo de tejido más o menos del tamaño de un balón de futbol americano se había restaurado sin que quedara deformidad alguna”. Zasloff señaló también que los tejidos del delfín podrían contener “la morfina natural que durante tanto tiempo hemos estado buscando”.
La evolución de los delfines también ha sido asombrosa: son descendientes de unos mamíferos terrestres que parecían lobeznos con pezuñas. Tras un periodo de habitación en pantanos y tierras bajas costeras, estos cetáceos incipientes se mudaron al agua de forma permanente. En el transcurso de unos 20 millones de años, sus extremidades se convirtieron en aletas, su figura se hizo más apropiada para la natación, su pelaje se volvió piel lisa, y sus fosas nasales se desplazaron a la parte superior de la cabeza. En otras palabras, desarrollaron todo el equipo necesario para dominar la vida submarina.
Y lo hicieron en grande: los delfines tienen un cuerpo perfectamente hidrodinámico. Nadan con más rapidez de la que las leyes de la física parecerían permitirles, dada la densidad del agua marina y la cantidad de masa muscular que poseen. Su cuerpo está tan idealmente adaptado a la velocidad, la navegación, la inmersión a grandes profundidades y a mantenerse calientes, que es difícil imaginar mejoras a su diseño.
Pero aunque es tentador proyectar en los delfines todos los superpoderes que nos gustaría tener nosotros mismos, yo sabía (a nivel intelectual al menos) que son criaturas que pueden ponerse de mal humor y ser retraídas, y que tienen una versión propia de lo que es un mal día. Ahora se sabe que no siempre actúan como los tritones mansos y siempre sonrientes que a menudo creemos que son; su gama de comportamientos poco amigables es bastante completa.
De hecho, a pesar de las grandes diferencias entre los seres humanos y los delfines, lo más sorprendente e inexplicable de estos animales quizá sea lo mucho que se nos parecen (o que nos parecemos a ellos). “Es como si los delfines y las ballenas vivieran en sociedades submarinas masivas y multiculturales”, señaló Hal Whitehead, biólogo marino de la Universidad Dalhousie, en Halifax, Canadá. “En realidad, la analogía más cercana que tenemos en la naturaleza seríamos nosotros mismos”.
En todo grupo de delfines hay dúos, tríos, cuartetos y camarillas, madres con sus bebés, tías solteronas, bandas de machos en celo, cazadores astutos, guardias corpulentos y ancianos sabios. Como nosotros, los delfines son estrategas, criaturas parlanchinas altamente sociales que se reconocen en el espejo, hacen cuentas, se alegran, ríen, se desaniman, se acarician unas a otras, se adornan y usan herramientas; también hacen bromas, juegan a la política, disfrutan de la música, dan regalos, se presentan ante otros, se rescatan de situaciones peligrosas, deducen, infieren, manipulan, improvisan, forman alianzas, hacen berrinches, chismorrean, traman, seducen, guardan duelo y experimentan comodidad, ansiedad, miedo y amor.
Tan pronto como empecé a prestar atención a los delfines, comencé a verlos por todas partes. No es raro que figuren en los titulares de los diarios, y son muy populares en Internet. He leído historias sobre delfines que han ayudado a buzos a encontrar tesoros enterrados; delfines que han salvado a surfistas de ataques inminentes de tiburones, y delfines reclutados como soldados por la Armada de Estados Unidos. Mientras los científicos siguen debatiendo sobre si existe o no una cultura animal, los delfines y sus parientes cercanos, las ballenas, han sido observados concertando arreglos para ver cuáles de ellos cuidan a las crías, congregándose para celebrar un funeral y llamándose unos a otros por su nombre.
Durante mucho tiempo hemos sabido que el cerebro del delfín es de un tamaño impresionante, incluso más grande que el cerebro que consideramos la regla de oro: el nuestro. Sin embargo, los científicos aún intentan esclarecer qué hacen los delfines con esa máquina tan costosa desde el punto de vista metabólico.
Ninguna criatura podría tener un cerebro tan voluminoso si esa artillería pesada no fuera esencial para su supervivencia de algún modo. Una pista surgió cuando se descubrió que el cerebro del delfín, al igual que el del ser humano, contiene neuronas de von Economo, o fusiformes: células especializadas que se relacionan con funciones superiores como la empatía, la intuición, la comunicación y la autoconciencia. Los delfines poseen muchas más de esas neuronas que nosotros, y se cree que las desarrollaron hace 30 millones de años, más o menos 29.8 millones de años antes de que el Homo sapiens blandiera un garrote por primera vez.
A pesar de la similitud entre ambas especies en cuanto a la sustancia gris cerebral y la capacidad de expresar emociones, me sorprendió saber que el genoma del delfín, secuenciado en 2011, tiene un asombroso parecido al nuestro. Cuando los científicos compararon las mutaciones genéticas de los delfines con las de otros animales, hallaron 228 ejemplos de inteligencia superior: evolucionaron de maneras que aceleraron su cerebro y su sistema nervioso. Estas adaptaciones los hacen más parecidos a los humanos que a cualquiera de las otras especies analizadas. Luego de habitar la Tierra por mucho más tiempo que nosotros, los delfines también han desarrollado algunos trucos ingeniosos: una de sus respuestas a la diabetes tipo 2, por ejemplo, es presionar un apagador bioquímico interno para bloquear el avance de la enfermedad.
De algún modo, a veces intuimos que existe una conexión entre los delfines y nosotros, y que compartimos el mismo destino de modo inevitable. La ciencia rigurosa se resiste a la idea de que estos animales nos afectan muy profundamente a causa de un vínculo espiritual innato, pero eso no nos hace sentirlo menos.
Cualquiera que haya pasado tiempo cerca de un delfín se hace preguntas filosóficas como las que plantea la bióloga marina Rachel Smokler: “¿Tienen los delfines los mismos poderes de razonamiento que nosotros? ¿Sienten amor, odio, compasión, confianza y desconfianza? ¿Se hacen cuestionamientos acerca de la muerte? ¿Tienen ideas sobre el bien y el mal y experimentan culpa o la sensación de virtud? ¿Qué podrían enseñarnos sobre los océanos? ¿Qué sienten ante sus congéneres? ¿Qué piensan de los seres humanos?”
Está bien claro que los delfines son tan carismáticos como antiguos y salvajes. No necesitan ser ángeles, ni dioses, ni guías espirituales, pero es innegable que a menudo los concebimos como tales. Entra a cualquier librería de temas esotéricos y encontrarás el nombre o imágenes de delfines en sellos editoriales, carteles, calcomanías, tarjetas tridimensionales, campanas tubulares, cubiertas de discos, camisetas y en la portada de incontables revistas.
¿Qué tienen los delfines? ¿Por qué nos obsesionamos tanto con ellos? Cuando uno se pone a hurgar en el baúl de la historia, siempre encuentra pruebas del vínculo especial entre estos animales y nosotros. Los maoríes, los aborígenes australianos, los pobladores de las islas del Pacífico, los griegos y los romanos —Odiseo, Poseidón, Apolo, Aristóteles, Sócrates, Plutarco, Plinio el Viejo y Plinio el Joven, el emperador Augusto— todos estaban locos por los delfines.
En realidad, todo el mundo los adoraba. Había delfines pintados en muros de palacios, esculpidos en estatuas, grabados en monedas de oro y tatuados en cuerpos. En la Grecia antigua, al parecer los delfines tenían los mismos derechos —o quizá más— que las personas: mientras que matar a un esclavo desobediente se consideraba perfectamente aceptable, matar un delfín equivalía a un asesinato. Incluso hay registro de charlas. En su Historia Animalium, del año 350 a.C., Aristóteles escribió: “La voz del delfín en el aire es como la del ser humano… puede pronunciar las vocales y las combinaciones de vocales, pero tiene dificultad con las consonantes”.
La imagen de una criatura marina que de repente saca la cabeza del agua para hablar con nosotros es como algo salido de un cuento de hadas o de una película fantástica. Al menos en teoría, los delfines tienen la capacidad cerebral y las habilidades de comunicación para hablar, y por eso ocupan un sitio especial en nuestra imaginación. Nos remontan a nuestra más tierna infancia, a ese breve lapso en que creíamos con
total convicción que podíamos comunicarnos con otras criaturas porque no había separación entre su mundo y el nuestro. “De niños, queríamos hablar con los animales, y nos costaba mucho trabajo entender que eso es imposible”, escribió la naturalista Loren Eiseley. “Al ir creciendo, dejamos de intentarlo y nos instalamos en el mundo solitario de la edad adulta humana. Esta pérdida de esperanza
es algo muy triste”.
La inteligencia de los delfines probablemente sea muy diferente de la nuestra, pero existe un hilo de conciencia que nos conecta con estos animales. Es un vínculo efímero, como una pavesa o una chispa. No podemos definirlo fácilmente, pero parece que lo anhelamos. En el fondo de nosotros, esperamos encontrar otra sabiduría, otra guía, otros seres. Ésta es la razón por la que apuntamos telescopios hacia las estrellas y nos preguntamos si hay alguien allá afuera que quiera hablar con nosotros.
Hasta la más mínima posibilidad de que eso pudiera ocurrir nos aterra y al mismo tiempo nos fascina. Dada nuestra curiosidad acerca de todo, el hambre de saber más sobre el propósito y el alcance de nuestra vida, no es tan descabellado preguntarnos si los delfines, con su enigmática sonrisa, son poseedores de algunos grandes secretos cósmicos.
Cuando pienso en ello ahora, mi chapuzón con los delfines en la bahía Honolua fue una experiencia tan desconcertante como edificante. ¿Quiénes eran esas criaturas? Se dice que los seres humanos son los únicos animales que creen las historias que cuentan acerca de sí mismos.
¿Y qué podemos decir de los delfines? ¿Cuál es su historia? ¿Qué eran esos sonidos fascinantes que emitían? Sus silbidos, chasquidos y chillidos me parecieron una sinfonía líquida, un comunicado de otro reino, una galaxia de significados transmitidos en una lengua indescifrable.
Cuando vi a esos seres experimenté alegría, asombro y el más leve de los miedos, si bien los delfines no son intimidantes. Sentí su mezcla seductora de misterio y realidad, una sensación de maravilla inagotable. Lo único que no sentí fue soledad.