La dama de la biblioteca
Aquella elegante mujer desentonaba en el viejo y mal ventilado recinto, pero cierto día me dio un libro que transformó mi mundo. Cuando tenía 10 años de edad me prestaron en la biblioteca un...
Aquella elegante mujer desentonaba en el viejo y mal ventilado recinto, pero cierto día me dio un libro que transformó mi mundo.
Cuando tenía 10 años de edad me prestaron en la biblioteca un libro cuyo título contenía la palabra amante, si bien en la portada había una ilustración de un carruaje dorado como el de Cenicienta, con destellos en los rayos de las ruedas. Mi madre no lo notó entre la pila de 20 libros que me llevé a casa, hasta que me vio leyéndolo. Me lo confiscó, y entonces regresamos a la biblioteca. Recuerdo la vergüenza que me hizo pasar explicando que yo necesitaba otras lecturas y no el libro que, ejem —se aclaró la voz y bajó los ojos—, habíamos ido a devolver.
La encargada de turno era la antítesis del estereotipo de las bibliotecarias: era alta y delgada, y su cabello color caoba echado hacia atrás enmarcaba unos pómulos salientes y pálidos. La mujer tenía grandes ojos verdes, y en vez de anteojos apoyados sobre la punta de la aristocrática nariz (saltaba a la vista que era una aristócrata), llevaba una lupa de 2.5 centímetros de diámetro con montura de filigrana, colgada al fino cuello de una cadena de oro trenzado.
Levantando un dedo con elegancia, la bibliotecaria me miró y sonrió, salió de detrás del mostrador y me hizo señas para que la siguiera. Pasamos junto a unas anticuadas computadoras con protectores de pantalla de color verde y atravesamos un pasillo de losetas hasta llegar a la sección alfombrada de literatura de ficción para adultos. La bibliotecaria vestía con sencillez —blusa floreada y pantalón de color verde oliva claro, ambos holgados—, pero su gracia para caminar le habría podido ganar un papel en un musical con Fred Astaire.
Avanzó por el pasillo de la letra S, tamborileando con una uña sobre sus dientes blancos y uniformes.
—Aquí está —dijo, no con un correcto acento británico como cabría esperar por su aspecto, sino con una pronunciación meliflua inconfundiblemente sureña de Estados Unidos—. Se llama El castillo soñado, de Dodie Smith, la misma mujer que escribió 101 dálmatas.
Me sentía demasiado mayor para cuentos de perros y villanos estrafalarios como Cruella de Vil.
—Pero este libro es muy diferente de 101 dálmatas —me dijo la mujer al notar mi desencanto.
Quería darle el beneficio de la duda, pero mi escepticismo persistía: el simple título del libro me parecía extraño. ¿El castillo soñado? Sonaba a un grupo de niños simplones que jugaban a tomar una fortaleza. Con todo, me llevé el libro a casa, me arrellané en el asiento adosado a la ventana y empecé a leer:
“Escribo esto sentada en el fregadero de la cocina; es decir, con los pies metidos en la pila y el cuerpo apoyado en la tabla de escurrir, que acolché con la manta del perro y la cubretetera. No puedo decir que esté cómoda, y el olor a jabón fenólico es deprimente, pero es la única parte de la cocina donde queda algo de luz natural. Y sé por experiencia que sentarse en un lugar donde nunca se ha estado puede resultar inspirador: escribí mi mejor poema sentada en el gallinero, aunque ni siquiera ése es muy bueno. He decidido que mi poesía es bastante mala y que no vale la pena seguir escribiéndola”.
La lectura me enganchó por completo. Yo tenía un gallinero, y quería ser escritora. Me encantaba garabatear en lugares extraños y me sentía insegura como poeta.
Nunca le dije a la dama cuánto significó para mí ese libro, cómo estimuló mi sueño de escribir, hasta el punto de que en mis paseos por el bosque llevaba un diario y me sentaba a hacer notas en la rama de un viejo árbol, junto a un arroyo.
Hace dos semanas hice el trayecto de dos horas y media en coche para ver a mi madre y celebrar la Navidad con un almuerzo en un pintoresco salón de té en el centro de mi ciudad natal. No suelo llevar a mi hijita en viajes por carretera yo sola, pues, si no se duerme, necesito que alguien la entretenga. Esto, complicado con un embotellamiento de dos horas que la despertó porque el auto estuvo parado, me puso los nervios de punta.
No bien me había tranquilizado y entrado en calor con una taza de café en el salón de té, alcé la mirada y la vi: a la bibliotecaria que me cambió la vida. Habían transcurrido 16 años, pero por un instante el tiempo se detuvo. La mujer tenía algunas arrugas más alrededor de los ojos, y es posible que al cruzar el piso de madera hacia una mesa con mantel de encaje sus movimientos fueran un poco más lentos. Sin embargo, todavía era dueña de esa belleza trascendente, esa gracia refinada que no se mide por la edad, la simetría corporal ni la moda. Se me hizo un nudo en la garganta cuando vi que llevaba colgada al cuello, de una cadena de oro trenzado, una lupa con montura de filigrana.
Me puse de pie de un salto y, mientras me dirigía hacia ella, exclamé:
—¡Usted trabaja en la biblioteca! ¡Una vez me recomendó El castillo soñado! ¡Ahora soy escritora! ¡Ése sigue siendo mi libro favorito!
Ella se detuvo y me dedicó una amable sonrisa, pero luego ladeó la cabeza y me di cuenta de que, a causa de la demencia senil o algo parecido, no me había entendido. Sonrojada, di un paso hacia atrás. Una mujer que se parecía a ella y que probablemente era su hermana la tomó del brazo y se la llevó con delicadeza.
Mientras la veía alejarse, con el mismo andar ligero que yo recordaba, me pregunté cuántas vidas no cambiamos sin comprender siquiera el alcance de nuestras acciones, pues lo único que esa mujer había hecho en realidad fue prestarme un libro, pero ese libro me cautivó.
La novela The Outcast, de Jolina Petersheim, fue designada uno de los mejores libros de 2013 por el Library Journal. La autora vive con su esposo y su hija en Tennessee.