La llamó con el corazón
Una historia de amor que supera la fantasía. Jannicke Bergman estaba bailando y, al dar un giro, lo vio. Él estaba lejos, al otro lado de la atestada pista de baile, con un rictus...
Una historia de amor que supera la fantasía.
Jannicke Bergman estaba bailando y, al dar un giro, lo vio. Él estaba lejos, al otro lado de la atestada pista de baile, con un rictus de dolor en el rostro y trastabillando de manera extraña, como si estuviera a punto de caer. Jannicke alcanzó a verlo sólo un instante, antes de que su pareja la hiciera girar otra vez, pero fue suficiente para que entrara en acción, como si la vida de ese hombre dependiera de ella.
Era el 14 de junio de 2013, una cálida noche de verano en Gotemburgo, Suecia, el tiempo perfecto para pasar unas horas bailando en el Parque de Atracciones Liseberg, donde se organizaban bailes en un espacioso quiosco con piso de madera.
A Jannicke le encantaba bailar. También amaba su trabajo; era enfermera y se dedicaba a cuidar madres jóvenes en situación de riesgo y a sus hijos, pero el baile era su pasión. Había dado clases de todo, desde swing y salsa hasta folk. A sus 46 años, se movía como si fuera 10 años más joven. En los bailes, los hombres notaban su presencia, pero a ella no le interesaba iniciar una relación amorosa seria. Sus tres hijos ya eran adultos, y como se había separado del padre de ellos, podía disfrutar plenamente de su independencia y pasar la noche bailando y divirtiéndose.
Pero su regocijo se interrumpió al ver a aquel hombre trastabillando en el otro extremo de la pista. Se liberó de su compañero y corrió hacia el extraño abriéndose paso entre las parejas. Llegó justo cuando él caía desmayado… en sus brazos.
Andreas Olesen había estado sufriendo extraños mareos toda la semana, pero los atribuyó a un descenso de la glucosa sanguínea. Después de todo, tenía apenas 39 años, y un reciente examen médico había indicado que gozaba de cabal salud. Como encargado de atención a clientes de una empresa óptica internacional, se pasaba los días hablando con oftalmólogos de numerosos países de Europa en cinco idiomas. No estaba casado, y acababa de poner fin a una relación amorosa difícil, así que se sentía feliz de volver a ser un hombre sin compromisos en la ciudad. Había aprendido a bailar dos meses antes, y Karin, una compañera de las clases, lo había invitado al Parque Liseberg.
La banda tocaba a todo volumen, y Andreas y Karin se dirigieron a la pista. Luego, de repente, él trastabilló. La visión se le nubló, y un instante después todo se puso negro.
Jannicke observó el rostro del hombre que yacía inconsciente en sus brazos: su tez estaba cambiando de rosada a un alarmante tono azul grisáceo. Le palpó la muñeca para sentir el pulso; no percibió nada. Entonces miró a Karin, que estaba de pie a un par de metros, con los ojos muy abiertos, y le preguntó:
—¿Está enfermo? ¿Ha estado tomando medicamentos?
—¡No sé, no sé! —fue lo único que atinó a decir la aturdida mujer.
Sin titubear, Jannicke tendió al hombre en el suelo, boca arriba, y empezó a darle reanimación cardiopulmonar: 30 compresiones de pecho seguidas por dos insuflaciones. Cada serie parecía eterna. La enfermera aplicaba tanta fuerza al comprimirle el pecho, que terminó por romperle un par de costillas.
—¡No te mueras! —imploró.
Un hombre se acercó y se ofreció a relevarla. Luego llegaron tres ambulancias, y los socorristas entraron en acción, pero Jannicke permaneció al lado del desconocido.
—Vas a estar bien, lo sé —lo alentó, asiéndole la mano.
—No puede oírla —le dijo uno de los socorristas.
—Sí puede, sé que puede —repuso ella mientras subían al hombre en camilla a una de las ambulancias
Entonces se lo llevaron. Jannicke se quedó allí, inmóvil. Su camiseta estaba empapada en sudor. Sus amigos se acercaron para consolarla.
—Empecé demasiado tarde —dijo ella al borde del llanto—. Va a quedar convertido en un vegetal.
Jannicke vivía en una modesta casa del pequeño pueblo de Floda, a orillas de un lago, a 20 minutos en auto de Gotemburgo. Cuando volvió a su casa esa noche, se imaginó al hombre confinado en una silla de ruedas.
Jannicke llamó al hospital y suplicó a las enfermeras para que le dieran su número telefónico a algún familiar del hombre. Al otro día, una mujer la llamó. Era la madre de Andreas, Britt-Marie. Le explicó que su hijo estaba vivo y que los médicos le habían bajado un poco la temperatura corporal para dar a su corazón y su cerebro la oportunidad de descansar y recuperarse. Dejarían pasar varios días antes de intentar despertarlo. Andreas había sufrido un paro cardiaco súbito, y su probabilidad de sobrevivir era de sólo 50 por ciento. Si al final lograba salvarse, era probable que presentara daño cerebral grave.
Aun así, Jannicke se sintió aliviada. ¡Andreas estaba vivo! A lo largo de los días siguientes Britt-Marie la llamó cada mañana para decirle cómo seguía su hijo. Finalmente, al sexto día, Jannicke recibió la llamada que tanto había esperado.
—Ya está despierto —le dijo Britt-Marie—, y se encuentra bien.
Jannicke gritó de alegría. Sola en su cocina, se puso a dar saltos con las mejillas llenas de lágrimas.
A la mañana siguiente, su teléfono volvió a sonar.
—Hola, ¿Jannicke? —dijo una voz que no reconoció—. Soy Andreas. Quiero darte las gracias.
Ah, pensó Jannicke. Eres tú, y así es como suena tu voz.
Al otro lado de la línea, Andreas escuchaba con una creciente sensación de asombro lo que ella le decía. Finalmente, la interrumpió.
—¡Reconozco tu voz! —exclamó—. ¿Nos conocemos?
Andreas jamás la había visto, pero el socorrista se había equivocado: sí había oído la voz de Jannicke. Repentinamente, una gran emoción lo embargó. Deseó saber quién era esa mujer y qué aspecto tenía.
—¿Podrías venir a verme? —le preguntó, y ella prometió ir a visitarlo al día siguiente.
Al otro día Jannicke se dirigió en su auto al hospital acompañada por su hija Amanda. Ésta le iba contando sobre mil cosas, pero en lo único que Jannicke pensaba era en Andreas.
—Espérame aquí —le dijo a Amanda—. Será sólo media hora.
Seguramente estará cansado y no podrá charlar mucho tiempo, pensó Jannicke. En la sala de terapia intensiva, se detuvo frente a la puerta de un cuarto, tomó aire y entró. Andreas estaba acostado en la cama. Cuando vio a la visitante, intentó incorporarse, pero no lo consiguió.
—Quédate así, voy a darte un gran abrazo —le dijo ella sonriendo, y entonces se acercó a él y lo rodeó con los brazos.
hasta ese momento Andreas no la había pasado nada bien. Los medicamentos que le daban para calmarle el dolor le producían alucinaciones y lo aturdían. Había contraído pulmonía, y cada vez que tosía, el dolor le laceraba el pecho y las costillas rotas. Sin embargo, de repente tuvo la certeza de que pronto iba a mejorar.
Se puso a conversar con Jannicke. Britt-Marie le había contado que ésta tenía una perra llamada Meja. Él le dijo que se había quedado sin su perro tras su reciente rompimiento amoroso, y entonces hablaron de llevar a pasear juntos a Meja algún día. Sin que se dieran cuenta, transcurrieron 30 minutos, y Jannicke dijo que ya tenía que marcharse.
—¿Podrías volver mañana? —le preguntó Andreas.
—Claro que sí —contestó ella.
Conforme pasaban los días, los médicos empezaron a decirle a Andreas que había sido muy afortunado. En Suecia, la probabilidad de sobrevivir a un paro cardiaco fuera de un hospital es menor de ocho por ciento. Técnicamente, Andreas había muerto en la pista de baile, ya que su corazón dejó de latir por un lapso de varios minutos. Los médicos añadieron que gracias a la rapidez y habilidad con que Jannicke le dio reanimación cardiopulmonar, la sangre siguió circulando por su cuerpo y su cerebro hasta que los socorristas llegaron y, con ayuda de un desfibrilador, hicieron que su corazón volviera a latir. Era ella quien le había salvado la vida.
Los médicos no sabían qué había causado el paro cardiaco, pero para evitar reincidencias, le colocaron a Andreas un desfibrilador cardioversor implantable (DCI). Si llegara a sufrir otro paro súbito, el dispositivo enviaría automáticamente una descarga eléctrica a su corazón para restablecer el latido normal.
Dos semanas después, recibió el alta. Jannicke siguió visitándolo, esta vez en el apartamento de Andreas en Gotemburgo. Cenaban juntos casi todas las noches, y estaban conociendo a sus respectivas familias. Su vínculo era evidente, pero ninguno de los dos se atrevía a hablar de romance.
Una noche, cuando fue a dejar a Andreas a su casa, Jannicke bajó del auto para ayudarlo a cargar con las cosas que llevaba consigo. Él usaba un bastón para caminar, y a Jannicke la agobiaba dejarlo solo porque batallaba hasta para hacer tareas sencillas. Cuando llegaron al último rellano de la escalera, Andreas se volvió hacia ella. Miró a la mujer que en tan sólo unas semanas había colmado su vida, y entonces la besó.
Jannicke regresó a su auto con una sensación de felicidad.
En menos de un mes, Andreas ya se había mudado a la casa de Jannicke en Floda, pero aún requería muchos cuidados, y ella asumió la tarea de procurarle casi todos. Él solía olvidar sus necesidades básicas, como comer o tomar las medicinas. El paro cardiaco también lo había vuelto muy sensible a la luz y los ruidos; no toleraba las luces muy brillantes ni la luz solar directa, y si había mucha gente hablando en una habitación, no lo soportaba. Las secuelas físicas le impedían volver a trabajar, y Jannicke lo veía cada día más inquieto.
Un día lo encontró llevando grandes cajas con cosas del cobertizo a la entrada de autos de la casa.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó, alarmada.
—¡Ordenando mi lugar de trabajo! —respondió él.
El cobertizo se convirtió en el taller de carpintería de Andreas. Empezó a diseñar una terraza de madera para el jardín. Al volver a casa Jannicke lo encontraba siempre martillando, con una concentración total.
Se abstraía así con frecuencia —él lo llamaba “meterse dentro de uno mismo”—, un mecanismo de defensa que había desarrollado desde que sufrió el paro cardiaco. Se entregaba por completo a la tarea que tenía entre manos, sin percibir el paso del tiempo ni la presencia de otras personas, ni siquiera la de Jannicke.
Un día, a finales de mayo de 2014, justo tres semanas antes de que cumpliera un año de haber sufrido el paro cardiaco, Andreas estaba tomando un descanso cuando de pronto sintió que algo le explotaba dentro del pecho. Por unos instantes todo fue confusión, pero entonces entendió lo que estaba ocurriendo: se había activado el DCI. Y, sin mediar aviso, se produjo otra descarga que envió 900 voltios de electricidad directamente a su corazón y lo hizo caer de espaldas en el piso del comedor.
Jannicke lo oyó gritar desde su dormitorio y corrió a auxiliarlo. Vio a Andreas en el suelo, sacudiendo las piernas y con el miedo reflejado en los ojos. Como lo había hecho en la pista de baile, Jannicke se puso en acción: tomó su teléfono celular para llamar una ambulancia. Pero no recibió respuesta. Andreas estaba consciente y empezó a hablar.
—¡Se va a activar otra vez! —gritó.
Así fue, y la descarga del DCI volvió a sacudir sus extremidades. Jannicke arrastró a Andreas hasta la puerta de entrada, y a gritos le pidió a un vecino que llamara una ambulancia. Esto no puede estar pasando, pensó. Lo voy a perder. Entonces sintió cómo la mano de Andreas tomaba la suya. Al bajar la cabeza, vio que él la miraba.
—Éste ha sido el mejor año de mi vida —le dijo—. Estoy muy agradecido por todo lo que has hecho.
En ese momento Jannicke comprendió que, a pesar de todos los problemas que tenía Andreas, ya no podía vivir sin él.
el desfibrilador se activó unas 25 veces más, hasta que Andreas por fin llegó al hospital y un cardiólogo apagó el dispositivo. Después se supo que el paciente había olvidado tomar las medicinas para la arritmia durante tres días. Al hacerse irregular el latido cardiaco, se había activado el dispositivo, que envió la primera descarga eléctrica para restablecer el ritmo normal; sin embargo, el corazón se aceleró, y eso provocó una descarga tras otra. El cardiólogo reajustó el DCI y envió a la pareja a casa.
Volvieron a Floda completamente desanimados. Jannicke se sentía exhausta luego de un año de cuidar a Andreas, y a él lo aterraba que el DCI se activara nuevamente. El trauma de tener que afrontar tan pronto la muerte otra vez hizo explotar la frágil burbuja de su relación.
Jannicke pidió un permiso en su trabajo para ayudar a Andreas a recuperarse, y también para tomar ella misma un muy necesario descanso.
Al principio Andreas se negaba a hacer casi todo, paralizado por la presencia de aquel aparato en su pecho. Pero luego, poco a poco, las cosas empezaron a cambiar. Un día soleado Jannicke y él fueron a dar un breve paseo en bicicleta; otro día prepararon comida e hicieron picnic en un parque. Bailaban, salían a cenar con sus amigos y conversaban a solas sobre sus temores y deseos. Estaban construyendo juntos algo nuevo, y se cuidaban el uno al otro.
Para celebrar los 50 años de vida de Jannicke, viajaron a las islas Canarias. La mañana de su cumpleaños, al despertar, ella vio que Andreas tenía en las manos un ramo de flores y una copa de champán, y que el desayuno estaba listo en una bandeja a su lado. Andreas sacó de su bolsillo un anillo de oro que había heredado de su abuela, sonrió con timidez y se puso de rodillas junto a Jannicke.
Ella suspiró y aceptó casarse.
Hace unos meses Andreas y Jannicke planearon un viaje a Francia para buscar un sitio para su boda, pero él siguió con problemas cardiacos y tuvieron que posponer el viaje.