La revelación de una maestra
Quería saber cómo es un día de clases típico para los estudiantes. Lo que descubrí me abrió los ojos… He cometido un error terrible. Esperé 14 años para hacer algo que debí haber hecho...
Quería saber cómo es un día de clases típico para los estudiantes. Lo que descubrí me abrió los ojos…
He cometido un error terrible.
Esperé 14 años para hacer algo que debí haber hecho en mi primer año como maestra: ponerme en el lugar de los alumnos durante un día.
Soy facilitadora de aprendizaje, un nuevo puesto creado este año en la escuela de bachillerato donde trabajo. Mi tarea consiste en ayudar a los maestros y a los administradores a mejorar el desempeño de los estudiantes. La directora me sugirió que me volviera una alumna: tendría que asistir a clases y realizar todo el trabajo que un estudiante de primer grado hace en un día, y luego, el que realiza un alumno de tercer grado. Si un profesor exponía un tema o hacía anotaciones en el pizarrón, yo tendría que tomar apuntes con rapidez en un cuaderno; si era día de laboratorio de química, debía compartir una mesa con otro estudiante, y si había un examen, tendría que contestarlo.
Mi horario de clases como alumna de primer grado era éste: 7:45-9:15 a.m., geometría; 9:30-10:55, español; 10:55-11:40, almuerzo; 11:45-1:10 p.m., historia universal, y 1:25-2:45, ciencias. El horario de tercer grado era el mismo, pero con matemáticas, química, inglés y contabilidad.
Fue tan revelador, que me gustaría poder volver a todos los grupos que he tenido y cambiar las clases, las formas de evaluación… ¡o casi todo! Esto es lo que aprendí, y lo que desearía haber hecho de otra manera:
Los estudiantes pasan todo el día sentados, y estar así resulta agotador
No podía creer lo cansada que me sentía al final del primer día. Estuve sentada todo el tiempo, excepto en las pausas para cambiar de salón. Es algo que olvidamos como maestros porque casi siempre estamos de pie. Nos movemos mucho, y los estudiantes casi no se mueven. Al final del día no podía dejar de bostezar. Estaba deses-perada por estirarme.
Había planeado dirigirme a mi oficina y hacer algunos apuntes sobre la experiencia, pero estaba tan agotada, que no podía hacer ningún esfuerzo mental. De modo que me fui a casa, vi un rato la televisión y me metí a la cama a las 8:30 de la noche.
Si pudiera volver al pasado y cambiar las clases que daba, de inmediato haría estas tres cosas:
Impondría un estiramiento obligatorio a mitad de cada clase.
Colocaría un aro de basquetbol detrás de la puerta y animaría a los alumnos a jugar en los primeros y los últimos minutos de clase.
Establecería una actividad que obligara a mover manos y piernas en todas las clases del día.
Es cierto que sacrificaríamos un poco del aprendizaje para hacer eso, pero no importa. De todos modos, al final del primer día yo no había aprendido todo lo revisado.
En cerca de 90 por ciento de las clases, los alumnos de bachillerato escuchan pasivamente
Pasé sólo dos días como estudiante, pero mis compañeros me aseguraron que las clases que tomé eran típicas.En las ocho a las que asistí, casi no hablamos. La mayor parte del tiempo los alumnos la pasaron absorbiendo información de forma pasiva.
A una compañera de primer grado, Cindy, le pregunté si creía que hacía aportaciones importantes en las clases, o si, cuando faltaba a alguna, el grupo dejaba de beneficiarse de sus conocimientos. Riendo, contestó que no. Esto hizo que me diera cuenta de la poca autonomía que tienen los estudiantes, de lo poco que pueden elegir o intervenir en su aprendizaje.
Si pudiera remontarme al pasado y cambiar las clases que impartía, sin lugar a dudas y de inmediato:
Daría lecciones rápidas y breves, acompañadas de actividades entretenidas que estimularan la participación y el aprendizaje.
Echaría a andar un cronómetro de cocina cada vez que me levantara para exponer algo y todos me estuvieran mirando. Al sonar la alarma, cedería el turno para hablar.
Iniciaría cada clase resolviendo las dudas del día anterior, o de la lectura asignada como tarea. Las anotaría en el pizarrón, y dejaría que el grupo decidiera por cuál empezar.
Esto es lo que más lamento ahora: no comenzar así todas las clases.
Todo el día uno siente una pequeña molestia
Perdí la cuenta de las veces que nos pidieron guardar silencio y prestar atención. Es triste que a los estudiantes se les pida eso una y otra vez, pero lo cierto es que se distraen porque se pasan todo el día sentados en escucha pasiva. Piensa en un curso de trabajo de varios días al que hayas asistido y en lo que sentías al final de cada jornada: lo único que querías era desconectarte, salir a dar un paseo, conversar con un amigo, revisar tus mensajes electrónicos… Así es como los estudiantes suelen sentirse en las clases: fastidiados de todo.
Además, había una buena dosis de sarcasmo dirigido a ellos, y con mucho pesar me vi reflejada: yo también había sido sarcástica con mis alumnos. Me ponía muy neurótica cada vez que un grupo mío iba a presentar un examen y, sin falta, varios de los estudiantes me hacían la misma pregunta. Hacía yo un gesto de impaciencia y en tono seco decía: “Ay, Dios, está bien, lo voy a explicar otra vez…”
En mis dos días como alumna tuve que presentar exámenes, y todo el tiempo me sentí estresada. Estaba nerviosa, quería hacer preguntas, y si el profesor respondía esas preguntas con un gesto de impaciencia, no quería preguntar nada más.
Si pudiera volver atrás y cambiar mis clases, mis prioridades serían:
Recordar mi experiencia como madre, que me ha enseñado lo que es la paciencia y el amor, y aplicarla cuando mis alumnos me hicieran preguntas. Podemos abrir más la puerta, o cerrarla para siempre.
Hacer público mi objetivo personal de “cero sarcasmo en clases”, y pedir a los estudiantes que me reclamen si no lo cumplo.
Planificar todos los exámenes y actividades formales de modo que haya siempre un periodo inicial de cinco minutos en el que los alumnos puedan leer sus apuntes y hacer preguntas, pero sin escribir nada.
Me bastó un solo día de tomar clases para sentir mucho más respeto por los estudiantes. Los maestros trabajan duro, pero ahora creo que los estudiantes responsables no se esfuerzan menos que ellos. Ojalá más maestros pudieran hacer la misma prueba que hice yo y compartir sus hallazgos. Así tendríamos alumnos más comprometidos, atentos y contentos (sentados o de pie) en nuestras clases.
La profesora Alexis Wiggins, originaria de Dedham, Massachusetts, trabaja como facilitadora de aprendizaje en una escuela de bachillerato internacional.