“Mi vida cambió para siempre desde que ella murió”.
Quizá mucha gente sueñe con que canonicen a su madre, pero en el caso de Pierluigi Molla ese sueño se hizo realidad.
En el distrito financiero de Milán las cosas se toman en serio: en la calle todo es elegancia en el vestir y un impecable arreglo personal, y en las inmaculadas oficinas reina el minimalismo. En la sala de juntas de Epyon Consulting, el vicepresidente, Pierluigi Molla, encaja a la perfección: es refinado y cortés, y tiene esa discreta sofisticación que nace del poder y las relaciones profesionales.
Pero Pierluigi, de 57 años, tiene un increíble secreto que no podría estar más alejado del mundo de las altas finanzas: su madre es una santa.
Cuando el papa Juan Pablo II canonizó a santa Gianna Beretta Molla en la Plaza de San Pedro de Roma el 16 de mayo de 2004, entre la enorme multitud se contaban Pierluigi, entonces de 47 años, y dos de sus hermanas. Era la primera vez en la historia de la Iglesia católica que los hijos de un santo asistían a la ceremonia de canonización. ¿Qué se siente tener una madre de quien hay estatuas y saber que en todo el mundo se le reza pidiéndole ayuda?
“En realidad es muy extraño”, dice Pierluigi, sobre todo porque Gianna, aunque católica, no era abiertamente santa ni se pasaba la vida en la iglesia ni orando. La mujer que él recuerda era una médica de gran dedicación, y aunque era una madre trabajadora en una época en que eso no era lo habitual, en casi todos los aspectos “llevó una vida muy normal”, añade. “Le encantaba escalar, el esquí y el senderismo, y tuvimos muchas excursiones familiares felices en los Alpes”.
Luego, en 1961, Gianna concibió a su cuarto hijo, pero el embarazo no iba bien y las pruebas revelaron que tenía un gran tumor en el útero. La opción más segura habría sido una histerectomía. El bebé moriría, pero la operación no iría contra la enseñanza de la Iglesia, pues la muerte sería una consecuencia no deseada de un tratamiento que salva vidas.
Aun así, Gianna quería que su bebé viviera y optó por un camino más riesgoso: la extirpación quirúrgica del tumor. La operación pareció salir bien, pero a una semana de dar a luz a una niña sana —también llamada Gianna—, el 21 de abril de 1962, volvió a enfermar y murió. Tenía 39 años.
La muerte de Gianna, que dejó a la recién nacida, a Pierluigi, de cinco años, y a sus hermanas menores, Laura y Mariolina, al cuidado de su padre, Pietro, conmovió a muchos milaneses. Su funeral fue muy concurrido, y su historia quizá habría terminado ahí si las autoridades de la ciudad no le hubieran concedido una medalla póstuma por su incansable labor como médica, lo que atrajo el interés de la jerarquía católica.
“Poco después el arzobispo le pidió permiso a mi padre para investigar el caso”, cuenta Pierluigi. Por entonces la Iglesia católica buscaba modernizarse y se dio cuenta de que debía rendir homenaje a los fieles comunes, no sólo a sacerdotes y monjas. Gianna era precisamente la clase de nuevo santo que necesitaba.
Convertirse en santo tradicionalmente llevaba siglos. En el caso de Gianna, la maquinaria del Vaticano se aceleró. El telón de fondo de la infancia de Pierluigi sirvió a las iglesias locales y otras agrupaciones para impulsar una campaña y lograr la canonización de su madre. Era algo curiosamente incongruente con su vida de adolescente. “Yo era un chico normal, aficionado a las motocicletas y a la cerveza, pero inmerso en un mundo de reuniones y misas que se celebraban por mi madre”, recuerda.
Para poder confirmar la santidad de Gianna se precisaba atribuirle dos milagros. El primero, ocurrido en 1977, fue el de una joven brasileña cuyo fallecimiento parecía inminente tras haber dado a luz a un niño muerto, pero una monja le rezó a Gianna y la joven se salvó. En 1994 la Iglesia declaró beata a Gianna, primer paso hacia la canonización. Luego, en el año 2000, se produjo un segundo milagro. Otra brasileña, Elisabeth Arcolino, a quien le habían dicho que el cuarto hijo que esperaba no sobreviviría, dio a luz a una niña sana después de pedirle ayuda a Gianna.
El Vaticano quedó satisfecho, y como Pietro, quien ya tenía más de 90 años de edad, le había escrito al Papa implorándole canonizar a Gianna mientras él aún estuviera vivo, se fijó la fecha de mayo de 2004.
Gianna ya era muy venerada en la Iglesia católica, pero a partir de la canonización su popularidad creció enormemente. Ahora las madres le piden embarazos sin riesgo; a muchas niñas se las bautiza con su nombre, y en los templos se venden medallas de plata con su imagen. Dos iglesias en Estados Unidos se llaman Santa Gianna Beretta Molla.
A Pierluigi le parece extraordinario que tanta gente admire a su madre. “Es muy extraño pensar que las iglesias existirán para siempre, mucho después de que nosotros nos hayamos ido, y que ella será recordada”, dice.
Lo difícil es que Gianna ha pasado de la “propiedad” de su familia a la de la comunidad católica universal. “Por ejemplo”, explica Pierluigi, “hemos tenido que darle a la Iglesia casi todas sus pertenencias. Se consideran reliquias porque ahora ella es una santa”.
En una capilla de Warminster, Filadelfia, hay una estatua de Gianna, una foto de ella con Mariolina —quien murió siendo pequeña— en brazos, y una caja con varias prendas suyas. La Sociedad de Santa Gianna, que se ocupa del cuidado de la capilla, recorre las iglesias y anima a los feligreses a que toquen las reliquias de la santa con sus rosarios o crucifijos y se encomienden a ella para que interceda por sus familias.
También algunos sectores del movimiento provida la han adoptado como ejemplo, pero eso no lo ha fomentado la familia, aclara Pierluigi. “En algunos países, sobre todo en Estados Unidos, es un grupo muy agresivo, y eso nos preocupa”, dice. “Con toda franqueza, creo que su decisión [de extirparse el tumor] tuvo que ver menos con su fe que con el hecho de ser madre. No era dogmática ni mojigata; era sólo que le importaban mucho los niños y quería tener una gran familia”.
Pierluigi tiende a ser reservado en cuanto a la excepcional categoría de su madre, pues a menudo lo toman por loco. Sospecha que algunos no creen que es verdad sino hasta que llegan a casa y lo comprueban en Internet.
“Lo cierto es que nuestra historia es única”, señala. “Aparte de mis hermanas y yo, nadie en el mundo puede decir que su madre es una santa. Sin embargo, definitivamente no queremos dar la impresión de que somos una especie de gente santa ni especial, porque no es así. Somos una familia normal, y nosotros no pedimos esto ni lo provocamos”.
Pierluigi pasa muchas horas a la semana frente al aluvión de mensajes electrónicos y cartas de católicos que quieren saber más sobre su madre. “El problema es que soy un ejecutivo ocupado y me cuesta ir al día con todo. La santidad ha traído mucho trabajo, y en realidad no nos corresponde hacerlo. Creo que cuando la Iglesia canonizó a mi madre, no se percató de que, a diferencia de casi todos los santos, detrás de ella no había una orden religiosa para organizar la enorme industria que esto implica”.
Ortensia, hija de Pierluigi, de 23 años, es la única nieta de Gianna. “La gente siempre se asombra cuando digo que era mi abuela”, explica. “No conciben que los santos puedan tener hijos y nietos. Me dicen: ‘¡No puedo creer que seas tan normal, cuando tu abuela es una santa!’”