Otros mundos donde cantar
La voz del hada madrina que había en el teléfono le dejó un recuerdo imborrable. Cuando era muy niño, mi familia tuvo uno de los primeros teléfonos que se instalaron en el pueblo. Recuerdo...
La voz del hada madrina que había en el teléfono le dejó un recuerdo imborrable.
Cuando era muy niño, mi familia tuvo uno de los primeros teléfonos que se instalaron en el pueblo. Recuerdo muy bien la caja de madera pulida fija en la pared, en el descansillo de la escalera, y hasta el número: 105. El brillante tubo del auricular colgaba al costado de la caja. Aunque era yo muy pequeño para alcanzar el aparato, solía escuchar embelesado a mi madre hablar por él. Una vez me alzó para que le dijera algo a mi padre, que estaba en viaje de negocios. ¡Parecía cosa de magia!
Luego descubrí que dentro del maravilloso mecanismo, oculta en algún lugar, vivía una criatura asombrosa que se llamaba “Información, por favor”. No había nada que ella no supiera. Mamá podía preguntarle el número telefónico de cualquier persona, y si nuestro reloj se quedaba sin cuerda, Información, por favor, nos daba de inmediato la hora exacta.
Mi primer contacto personal con el hada madrina que vivía en el teléfono ocurrió un día en que mi madre fue a visitar a una vecina. Mientras jugaba en el sótano con la caja de herramientas me golpeé un dedo con el martillo. El dolor era tremendo, pero pensé que de nada me servía llorar porque no había nadie en casa para consolarme. Me puse a dar vueltas por toda la casa, chupándome el dedo herido, hasta que llegué a la escalera. ¡El teléfono! Corrí a buscar el taburete de la sala y lo arrastré hasta el descansillo. Encaramándome sobre el taburete, descolgué el receptor y me lo puse al oído.
—Información, por favor —dije, hablando a la bocina, que me quedaba a la altura de la frente.
Luego de dos o tres chasquidos, una vocecita clara me llegó al oído:
—Información.
—¡Me lastimé el dedo! —chillé.
Las lágrimas me brotaron en el acto, pues ya tenía quien me oyera.
—¿No está tu mamá en casa? —preguntó la voz.
—Estoy solo —balbucí.
—¿Estás sangrando?
—No. Me pegué con el martillo y me está doliendo mucho.
—¿Puedes abrir la hielera? —prosiguió la voz, a lo que contesté que sí—. Entonces rompe un trocito de hielo y apriétalo contra el dedo. Así te dejará de doler. Ten cuidado al usar el picahielos —me advirtió—. Y no llores. Todo saldrá bien.
Después de eso, llamaba yo a Información, por favor, para todo. Le pedía que me ayudara con mis tareas de geografía, y ella me decía dónde estaban Filadelfia y el Orinoco, el lejano río que pensaba yo explorar cuando creciera. Me ayudaba con los problemas de aritmética, y en una ocasión me dijo que mi ardilla (la había yo atrapado en el parque el día anterior) comía nueces y frutas.
Vino luego la vez en que murió nuestro canario. Llamé a Información, por favor, y le di la triste noticia. Tras oírme, me dijo las cosas que los adultos dicen a los niños para consolarlos. Pero mi pena no tenía alivio. ¿Cómo era posible que un pájaro cantara tan bellamente y alegrara a toda una familia sólo para acabar en un montón de plumas, con las patitas para arriba, sobre el piso de una jaula?
Información debió de comprender mi hondo pesar, pues me dijo:
—Paul, recuerda siempre que hay otros mundos donde cantar.
Con esto me sentí mejor.
Otro día me puse de nuevo al teléfono. La voz que ya se me había hecho familiar dijo:
—Información.
—¿Cómo se deletrea “fijar”?
En ese momento mi hermana, que se divertía muchísimo pegándome sustos, bajó a saltos por la escalera dando un alarido de loca:
—¡Aaaay!
Me caí del taburete, arrancando de la caja el auricular. Los dos nos quedamos aterrados. Información, por favor, había desaparecido, y yo temía haberle hecho daño cuando arranqué el receptor.
Minutos después un hombre apareció en la puerta, diciendo:
—Vengo a reparar el teléfono. Estaba trabajando cerca de aquí, y la telefonista me dijo que tal vez hubiera alguna falla en este número.
Tomó el auricular, que yo tenía aún en la mano, y me preguntó:
—¿Qué sucedió?
Le expliqué lo ocurrido, y él, tras abrir la caja del teléfono, anunció:
—Bueno, en uno o dos minutos dejaré esto arreglado.
Insertó el cordón del receptor entre el lío de alambres y carretes, y ajustó aquí y allá con un destornillador; luego pulsó dos o tres veces la horquilla y habló a la bocina:
—Soy Pete. Ya está arreglado el 105. La hermana del chico lo asustó, y él arrancó el cordón de la caja.
Colgó, sonrió, me dio una palmadita en la cabeza y se fue.
Todo esto sucedió en un pueblecito rural. Luego, cuando tenía yo nueve años, nos mudamos a una gran ciudad, donde extrañaba mucho a mi hada madrina. Para mí, ella vivía dentro de la vieja caja de madera, en la otra casa, y no sé por qué nunca se me ocurrió buscarla en el teléfono nuevo, largo y flaco, que estaba sobre una mesita del vestíbulo.
Sin embargo, al llegar a la adolescencia, el recuerdo de aquellas conversaciones de mi infancia jamás me abandonó realmente; en momentos de confusión y duda, evocaba la grata sensación de seguridad que me producía saber que, si llamaba a Información, por favor, obtendría siempre la respuesta correcta. Entonces me di cuenta de lo paciente, comprensiva y bondadosa que había sido ella al perder su tiempo con un niño.
Pocos años después, al hacer un viaje por el país, mi avión hizo escala en una ciudad cercana al pueblo de mi infancia. Disponía de media hora antes de tomar el vuelo de enlace, y pasé 15 minutos hablando por teléfono con mi hermana, que vivía no lejos de allí, felizmente dulcificada por el matrimonio y la maternidad. Luego, sin saber en realidad lo que hacía, marqué el número de la telefonista de mi pueblo y dije:
—Información, por favor.
Como por milagro, volví a oír la dulce voz que tan bien conocía:
—Información.
—Por favor, ¿podría decirme cómo se deletrea “fijar”? —pregunté.
Tras un largo silencio, recibí respuesta:
—Supongo que ya te habrás curado del dedo…
Solté una carcajada. Luego le dije:
—Así que es usted. No se imagina lo mucho que significó para mí en aquel tiempo.
—Y tú no tienes idea de lo mucho que significaste para mí —repuso—. Nunca tuve hijos, y siempre esperaba con ansia tus llamadas. Qué tontería, ¿verdad?
No me parecía una tontería, pero no se lo dije. Preferí decirle que había pensado a menudo en ella en todos esos años, y le pregunté si podía telefonearle de nuevo, cuando volviera por allí a visitar a mi hermana.
—Me darás un gran placer —respondió—. Pregunta por Sally.
—Adiós, Sally —Me parecía extraño que Información, por favor, tuviera un nombre—. Si veo alguna ardilla, le diré que coma nueces y frutas.
—Sí, y espero que uno de estos días salgas para el Orinoco. Adiós.
Tres meses después, me encontraba de nuevo en el mismo aeropuerto. Una voz diferente respondió cuando pedí “Información, por favor”. Le pregunté por Sally.
—¿Es usted amigo de ella? —me contestó la voz.
—Sí, un viejo amigo.
—Entonces lamento tener que darle la noticia. En los últimos años Sally trabajaba solamente unas horas al día porque estaba enferma. Falleció hace cinco semanas.
Me quedé mudo, pero cuando me disponía a cortar la comunicación, la voz añadió:
—Un momento. ¿Dice usted que se apellida Villiard?
—Sí.
—En ese caso, Sally me dejó un mensaje para usted.
—¿Qué mensaje? —repliqué, casi adivinando lo que sería.
—Se lo leeré: “Dile que sigo creyendo que hay otros mundos donde cantar. Él sabrá lo que quiero decir”.
Le di las gracias a la telefonista y colgué. Sí, sabía yo muy bien lo que Sally quería decir.
Este artículo se publicó por primera vez en Selecciones en septiembre de 1966, con el título “Información, por favor”.