Perdido en el volcán
Alex Sverdlov confiaba en su experiencia y buena forma física para culminar su excursión en el Mauna Loa, hasta que una nevada repentina lo dejó varado… A las 7 de la mañana Alex Sverdlov estacionó...
Alex Sverdlov confiaba en su experiencia y buena forma física para culminar su excursión en el Mauna Loa, hasta que una nevada repentina lo dejó varado…
A las 7 de la mañana Alex Sverdlov estacionó el auto alquilado cerca del comienzo del sendero del volcán Mauna Loa. El cielo de enero era azul intenso, el sol, suave, y se sentía contento de estar en la isla de Hawai y no en su casa de la Ciudad de Nueva York, donde se pronosticaba nieve. Había aterrizado en Hawai el día anterior, sábado, y de inmediato solicitó al Servicio de Parques Nacionales permiso para ir de excursión desde el domingo hasta el miércoles, y pasar las noches en las faldas del volcán.
La excursión a la cima del Mauna Loa es de unos 40 kilómetros. El volcán más grande de la Tierra se eleva desde el fondo del mar hasta una altitud de 4,169 metros, y su terreno llano y pendientes ligeras pueden ser engañosos. El tiempo en la cumbre es cambiante e impredecible, pero el pronóstico para la zona anunciaba días mayormente soleados.
Alex se colgó la mochila, en la que llevaba un saco de dormir, comida, una chaqueta extragruesa y otros suministros, y se dirigió hacia el sendero. Se detuvo a leer un letrero que decía: “Puede haber condiciones de congelación en cualquier mes del año… Cuidado con las grietas profundas, las piedras sueltas y las capas delgadas de lava seca”.
Pero Alex, de 36 años, sabía qué esperar: había escalado el Mauna Loa apenas un año antes. La caminata de tres días y medio había sido agotadora aunque sin contratiempos, y quería emprenderla otra vez. Las aventuras extenuantes lo apasionaban.
El terreno era rocoso y polvoriento en el principio del sendero, a 2,000 metros sobre el nivel del mar. Por la tarde Alex había recorrido 11 kilómetros y llegado a los 3,000 metros de altitud. Al remontar una pendiente vio una llanura, y al pie de una loma, una cabaña de techo anaranjado: Red Hill Cabin. Allí pasó la noche.
Lunes. Alex reanudó el ascenso al amanecer. El terreno cambiaba por tramos a esa altitud: de la lava seca y pardusca a la piedra rojiza, o la roca volcánica gris oscuro. Era un paisaje esculpido por innumerables erupciones, la más reciente de ellas en 1984. El sendero se abría paso entre grietas de más de tres metros de profundidad. Cada 100 metros, unas pilas de piedras que llegaban a la altura de la cadera marcaban el camino.
Alex se detuvo para pasar la noche en otra cabaña: la Mauna Loa Summit Cabin. Por la mañana pensaba recorrer los ocho kilómetros que faltaban para llegar a la cima, y a media tarde caminar directamente hasta Red Hill. Su plan era dormir en la cabaña, concluir el descenso el miércoles y reunirse con sus amigos para cenar. Todo marchaba a la perfección.
Martes. El cielo se había nublado durante la noche, dejando caer una espesa niebla y, de forma inesperada, copos de nieve. Alex no se preocupó; la caminata hasta la cima le había llevado sólo tres horas la vez anterior. Se puso pantalón deportivo, camiseta y camisa de lana, tapaboca, gorro y una chaqueta impermeable.
A la mitad del ascenso se detuvo un momento para guardar su pesada mochila afuera de la cueva de Jaggar. Para recorrer el tramo final sólo iba a necesitar una botella de agua, dos barras de granola y su cámara. Empezó a lloviznar, y luego, a 800 metros de la cima, a caer nieve. Alex consideró dar marcha atrás, pero la nieve era ligera y el espectáculo agradable.
Cuando alcanzó la cúspide, cerca del mediodía, una cortina de niebla lo envolvía todo. Había planeado quedarse una hora allí, pero sabía que la nieve haría lento el descenso. Unos dos minutos después de empezar a bajar, la nevada arreció. El viento le lanzaba copos en la cara con fuerza, cegándolo por instantes.
En poco tiempo la nieve le llegaba a las espinillas. Debí traer botas para nieve, se reprochó. Justo entonces pisó una capa delgada de lava seca bajo la nieve, trastabilló y cayó de espaldas. Empezó a dolerle la rodilla derecha, pero se sentía afortunado: bien podría haberse fracturado la pierna.
Siguió caminando. La nieve no dejaba de caer y las ráfagas de viento se hacían cada vez más violentas, pero Alex tenía piernas fuertes y confianza en sí mismo. ¡Qué aventura!, pensó. Se detuvo para tomar un poco de agua, pero entonces descubrió que el contenido de la botella estaba congelado. A pesar de su sed, sabía que no debía comer nieve porque eso le bajaría la temperatura corporal y haría más rápida la deshidratación.
Al anochecer, un señalamiento le permitió saber que había descendido 3.2 kilómetros desde la cima; le faltaban 800 metros para llegar a la cueva de Jaggar, y de allí a Red Hill había 16 kilómetros de distancia. Sin embargo, el mundo se había vuelto gris: todo era niebla y nieve. El celular de Alex no funcionaba, así que lo apagó. Los marcadores del sendero eran casi indistinguibles en la oscuridad.
Por primera vez Alex pensó que no podría llegar a la cueva esa noche. Estaba rendido y necesitaba descansar.Su reloj marcaba las 9 en punto. Se sentó, abrazó sus piernas y metió las manos en las mangas de la chaqueta para evitar que se le congelaran. Empezó a toser con fuerza, y al tragar saliva le dolía la garganta. A esa altitud su cerebro recibía menos oxígeno, y esto, combinado con la falta de agua, lo hacía sentirse mareado y aturdido. Al dejar de caminar, su temperatura corporal comenzó a descender.
Nunca había tenido tantos problemas en una excursión, y había hecho muchas desde su adolescencia. Criado en Queens como hijo único de una familia monoparental, solía ir a acampar a las montañas Catskill. Tras graduarse del Brooklyn College, consiguió un empleo allí como profesor de informática, y además trabajaba como consultor. Hacía una docena de excursiones al año, en sus días de descanso. Uno de sus destinos favoritos era Hawai. Había conquistado el Mauna Kea en 2012, y el Mauna Loa al año siguiente. Había regresado allí para un nuevo ascenso, pero esta vez el volcán lo estaba matando.
Con el paso de las horas se fue sintiendo cómodo y con el cuerpo tibio. Ya no estaba en la montaña, sino flotando en el aire. Entraba y salía de sus alucinaciones. Luego volvió a la realidad. “¡Todavía estoy aquí, maldita sea!”, gritó. En algún momento se quedó dormido.
A las 8 de la mañana del martes, John Broward, coordinador de búsqueda y rescate del Parque Nacional de los Volcanes de Hawai, llegó al Centro de Operaciones de Emergencias de Visitantes, situado cerca de la base sur del Mauna Loa. Tomó un aviso del servicio meteorológico que anunciaba una tormenta en la cima: 30 centímetros de nieve, temperaturas de -7 °C y ráfagas de viento de hasta 80 kilómetros por hora. Al revisar los permisos, se dio cuenta de que Alex Sverdlov debía de encontrarse en la cima o cerca de ella.
Broward había realizado más de 150 búsquedas en su carrera, algunas de ellas en parques de Oregon y Florida. Hasta entonces él y su equipo habían encontrado con vida a todos los excursionistas, menos a uno, y sólo en una ocasión habían hallado ileso a un escalador extraviado en la nieve.
Cuando los excursionistas se ven atrapados en una nevada, algunos se acurrucan en el suelo y esperan; otros siguen caminando, y hay quienes se refugian en cuevas. El volcán abarca más de 5,000 kilómetros cuadrados, y Broward pensó que si Alex se había refugiado en una de las muchas cuevas del Mauna Loa, tardarían años en encontrarlo. El cuerpo de la última persona en morir en el volcán, un empleado del parque, unos 20 años atrás, jamás fue hallado.
Broward solicitó la ayuda del proveedor del servicio de telefonía móvil de Alex. Aunque un celular no funcione, emite una señal débil, así que la empresa puede determinar su ubicación. Por supuesto, el teléfono debe estar encendido.
Una misión de búsqueda y rescate se emprende sólo cuando un excursionista tiene un retraso. Alex no estaría extraviado oficialmente hasta la noche del miércoles, cuando estaba previsto que regresara.
Miércoles. Cuando despertó, Alex se sintió aliviado de haber sobrevivido. Tenía frío, pero no se estaba congelando. La tormenta había amainado lo suficiente para permitirle ver un manto blanco de unos 50 centímetros de espesor. Recobró la confianza. Pensó que el sendero no podía estar muy lejos de allí, y que llegaría a Red Hill ese día. Si lo hacía a buena hora, seguiría descendiendo y llegaría al pie de la montaña a tiempo para cenar con sus amigos.
Alex divisó entre la nieve una pila de piedras. Tanteando el terreno, no tardó en localizar otra pila; después se topó con tres más, y encontró algo invaluable: ¡su mochila!
Sacó de ella la estufilla, la encendió y recogió nieve en una taza. No había bebido nada en unas 24 horas, pero obtuvo menos de media taza de agua con la nieve derretida y casi agotó su combustible. Luego de comer una barra de granola, se puso la chaqueta extragruesa y los guantes, y se sujetó la linterna de cabeza.
Equipado para el frío y la oscuridad, empezó el descenso hacia Red Hill poco antes del mediodía. La nieve era más profunda, y en algunos tramos casi le llegaba a las rodillas. Las grietas en el suelo lo hacían tropezar, y la nieve y el viento lo azotaban con fuerza. Concentró su mente y energía en dar con cautela cada paso.
Al caer la noche su linterna ya no iluminaba los marcadores del sendero, pero al menos dibujaba las siluetas. De pronto Alex vio tiendas de campaña más abajo, ¡y gente! Tras un parpadeo todo desapareció: delante de él sólo había nieve.
Las alucinaciones se repitieron en las horas siguientes. Alex creía que estaba recorriendo un túnel de paredes blancas, pero luego volvía a la realidad. Alrededor de las 11 de la noche divisó otro marcador en el sendero. Al acercarse a él se dio cuenta de que no era una pila de piedras, sino una roca que sobresalía del suelo. ¿Cuántas otras rocas cubiertas de nieve habría confundido con marcadores?
Mientras volvía sobre sus huellas, tosió, lo que no había dejado de hacer desde el martes. Sus pulmones estaban resintiendo el aire seco y la caminata ininterrumpida. Estaba exhausto: no había tomado agua desde la mañana, y tenía la boca seca, la garganta dolorida y la cara quemada.
Al filo de la medianoche, incapaz de hallar el sendero, se metió en su saco de dormir y subió el cierre. Encendió su celular para ver si había señal. Nada. Lo apagó de nuevo.
Tras dos días de esfuerzo, había bajado menos de cinco kilómetros desde la cima; le faltaban 14.5 kilómetros para llegar a Red Hill. Había confiado en que su experiencia lo sacaría de apuros, pero aún estaba muy lejos de la cabaña. No había sufrido ninguna lesión grave, pero pensó que los elementos no tardarían en vencerlo.
Cuando la nevada amainó, John Broward envió un guardia al sendero del Mauna Loa. Otro dejó una nota en el parabrisas del auto de Alex. Si éste no aparecía al caer la noche, comenzarían la búsqueda. Broward reunió a los seis miembros de su equipo en el Centro de Operaciones y les expuso el plan para el día siguiente: algunos de ellos se desplegarían en abanico desde el comienzo del sendero y recorrerían la montaña; él buscaría a Alex desde un helicóptero.
Jueves. A diferencia del martes y el miércoles, Alex no despertó con la confianza de llegar a Red Hill ese día. Le dolían las piernas y la cabeza, y estaba rendido de cansancio.
Encontró el sendero poco después del amanecer, y empezó a caminar más lentamente que el día anterior. El cielo estaba despejado, hacía poco viento y los volcanes nevados se divisaban a lo lejos. Para entonces Alex casi se había acostumbrado a tropezar, resbalar y caer. A veces la nieve estaba firme y soportaba su peso; en otras ocasiones sólo se mantenía así unos instantes.
Alex deslizó un poco de nieve entre sus dedos. Luego recogió un puñado, le dio forma redonda y fue agregando más nieve hasta crear una bola del tamaño de un melón. La colocó con cuidado en el suelo; después hizo otras dos bolas, las acomodó encima de la primera y pasó unos momentos mirando su muñeco de nieve antes de reanudar la marcha.
La emoción de realizar rescates fue lo que atrajo a Broward del trabajo en los parques nacionales cuando estudiaba en la Universidad Estatal de Florida en los años 80: poder pasar los días disfrutando de la belleza de la naturaleza, proteger a las personas de su crueldad, combatir incendios, saltar desde helicópteros o bajar por barrancos haciendo rapel. Sin embargo, la mañana del jueves no sentía ninguna emoción, sólo nervios.
El helicóptero despegó a las 8:30 de la mañana. Broward empezó a buscar mirando hacia abajo por la ventanilla derecha, y el piloto, un contratista privado que había realizado más de 70 misiones de rescate con él en Hawai, por el lado izquierdo y el frente. La nave sobrevoló el sendero. Un excursionista fogueado podría localizar el camino aunque estuviera cubierto de nieve, pensó Broward. El aparato cruzó entonces la marca de 3,300 metros de altura del volcán.
Se desplazaban con la lentitud suficiente para escudriñar el terreno en busca de pistas de Alex: huellas, objetos o movimientos. Para Broward, la nieve era ahora una bendición. El paisaje ininterrumpidamente blanco que había hecho que el excursionista se extraviara podía hacerlo más fácil de localizar. Cuanto más se acercaban a la cima del volcán, más árido y blanco se tornaba el terreno.
Alcanzaron los 3,600 metros de altitud y seguían sin divisar nada: ni un guante, ni una gorra, ni un bastón. El Mauna Loa es enorme, y un excursionista perdido puede vagar por mil lugares. Broward no veía más que nieve. De pronto, el piloto gritó:
—¡Allí está!
—¿Dónde? —contestó Broward—. No lo veo.
—Justo enfrente de nosotros.
Al ver a Alex, Broward liberó la tensión acumulada en dos días.
Alex oyó un zumbido, y luego vio una mancha gris descender del cielo. ¡Un helicóptero!, pensó. Agitó los brazos en alto para que los tripulantes lo pudieran ver. Entonces se dio cuenta: ¡Me están buscando! La nave aterrizó, y un hombre vestido con chaqueta verde y casco blanco saltó al suelo. Alex se acercó a él y le preguntó si era del servicio de búsqueda y rescate.
El hombre le contestó que sí, y Alex lo abrazó con fuerza.
Minutos después, sentado en la fila trasera del helicóptero, notó una inscripción en la parte posterior del casco de su salvador: “John Broward”. Entonces se dio cuenta de que acababa de experimentar el momento más feliz de su vida.