Soplos alados
Estos colibríes recién nacidos necesitaban alguien que los cuidara, y eso traté de hacer. Cuando los encontraron, los polluelos se estaban muriendo. Nacidos de huevos del tamaño de frijoles blancos, no eran más grandes...
Estos colibríes recién nacidos necesitaban alguien que los cuidara, y eso traté de hacer.
Cuando los encontraron, los polluelos se estaban muriendo. Nacidos de huevos del tamaño de frijoles blancos, no eran más grandes que unos abejorros, y estaban ciegos y sin plumas. Cuando mi amiga Brenda Sherburn, que se especializa en criar colibríes recién nacidos huérfanos, recibió la llamada de auxilio, yo volé de New Hampshire a California para prestarle ayuda.
Si para una mamá colibrí criar a sus polluelos es una tarea ardua —deja el nido unas 200 veces al día para buscar comida—, para un ser humano, como pronto descubrí, es titánica. Del amanecer al anochecer, los polluelos necesitan comer cada 20 minutos; eso implica atrapar diariamente cientos de moscas de la fruta, congelarlas, triturarlas en un mortero y mezclar la papilla con un néctar enriquecido con una mezcla exacta de vitaminas, enzimas y aceites. Este alimento se echa a perder rápidamente, y si se les da a los colibríes ya pasado, puede matarlos.
De hecho, parecen vulnerables a todo. En su hábitat, las avispas pueden matarlos con sus aguijones; zarigüeyas, libélulas y muchas otras aves se los comen; pueden morir de calor, de frío, si se les deja solos y, como me explicó Brenda, si los cría una madre sustituta inepta. Mi amiga me enseñó a llenar una jeringa e insertar, con sumo cuidado, un catéter muy delgado en la garganta de los polluelos.
Yo estaba petrificada. Nada parece más delicado que un colibrí recién nacido: puedes dañar sus alas con sólo tocarlas, y sus patas son delgadas como hilos. Me daba miedo lastimarles el pico, o que se atragantaran con el alimento. Sin embargo, peores cosas pueden pasar. “Si les das demasiada comida”, me dijo Brenda, “pueden reventar, y si te saltas una comida, morir de hambre”. Mi amiga tenía un reloj programado para sonar cada 20 minutos. Durante semanas, los polluelos controlaron nuestra vida.
Brenda es artista profesional, pero no podía trabajar en sus esculturas ni en sus lienzos, y yo no podía escribir. En nuestros breves descansos entre comidas, no podíamos hacer ejercicio ni sentarnos a charlar por teléfono con nadie. Antes de desayunar, una de nosotras molía café, y la otra preparaba la papilla de moscas. Almorzábamos a toda prisa, e interrumpíamos la cena por lo menos dos veces para ir a alimentar a los polluelos. “Por los colibríes se detiene la vida”, dijo Brenda. Por eso es tan difícil encontrar voluntarios que cuiden de ellos. Me pregunté si yo podría hacerlo.
A la mañana siguiente vi cómo uno de los polluelos extendía un ala para acicalarse. El papel de seda es una coraza en comparación. Y luego, ante mi mirada atónita, la criatura se paró en su nido y agitó las alas con vehemencia. ¿Cómo pueden estas avecillas tener un ritmo cardiaco en reposo de 500 latidos por minuto, y acelerarlo a 1,500 latidos cuando, Dios mediante, conquiste el cielo? Entonces lo comprendí: no sólo podía cuidar de ellas, sino que era un privilegio.
Cuando los españoles vieron colibríes por primera vez en el Nuevo Mundo, los llamaron “aves de la resurrección”, porque parecen morir en la noche pero vuelven de nuevo a la vida al amanecer. Ese nombre resume lo que cuidar a los polluelos significó para mí: me permitieron ayudarlos a resucitar. Si sobrevivían, alzarían el vuelo y harían milagros aún más grandes.
Los polluelos resultaron ser colibríes de Allen. El macho adulto de esta especie ejecuta una danza nupcial durante la cual, en términos comparativos, supera la velocidad de un transbordador espacial cuando desciende a la Tierra.
Todas las aves son un milagro, y los humanos lo saben desde hace milenios. Hemos recurrido a ellas como oráculos. Nuestro espíritu surca los cielos en sus alas y en sus trinos. Incluso la más pequeña de las aves nos enseña que la vida es más grande que la especie humana.
Así que, cada vez que era hora de alimentar a los colibríes, pensaba yo que la vida no se detiene por ellos; al contrario, se abre la posibilidad de renovarla. Ésta es la lección que nos dan las aves. Todos los días podemos presenciar milagros, ser parte de la resurrección, reparar el mundo roto.